Por Dionisio Rodríguez Mejías.
4.-El cotillón de fin de año.
Nunca había visto gente tan elegante y refinada. En todas las mesas, había centros con flores y bandejas colmadas de pasteles. ¡Qué risas! Los camareros no daban abasto a llenar las copas de champán, y la gente no se cansaba de beber. Cada poco tiempo, el director del hotel visitaba alguna de las mesas, saludaba a los asistentes y les deseaba feliz Año Nuevo. ¡Qué abrazos! En la mesa del doctor Serradell, Lali Pericot no dejaba de hablar, de levantar la copa y de brindar; pero era evidente que la esposa del médico no estaba tan feliz.
¡Con qué serenidad se ven las cosas a distancia! Aquella noche, me sentía la persona más triste y solitaria de este mundo. Observaba la fiesta desde un rincón, solo, fumando y acordándome de Olga. Yo despreciaba todo aquel lujo sin sentido; tenía la sensación de estar entre gente distante y orgullosa que no se dignaba dirigirme la palabra, que gastaban el dinero alegremente, mientras dos tercios de la humanidad pasaban hambre y no podían atender sus necesidades más elementales. Las juergas son iguales en todas partes y los juerguistas hacen las mismas estupideces, vistan como vistan y sean de la clase que sean. Si hubiera podido volver a Barcelona, lo hubiera hecho en aquel instante.
Estaba sumido en mis cavilaciones, cuando se me acercó Inma, muy amable, me llevó a su mesa y me invitó a una copa de champán. Debía de llevar lentillas para la fiesta, porque me costó trabajo reconocerla. Recordé una anécdota que nos había contado nuestro profesor de física, don Doroteo Ocaña, un día que se encontraba de buen humor. Nos dijo que, al terminar la carrera, lo destinaron a Benatae, un pueblecillo de cuatro casas en la provincia de Jaén, y se hospedó en la posada, único lugar de alojamiento para viajantes y forasteros. Nos aseguraba que, el primer día, la sirvienta le pareció feísima; pero, a medida que pasaba el tiempo, la iba encontrando cada vez mejor; e incluso, a los pocos meses, le parecía atractiva. «A buen hambre, no hay pan duro» ‑decía aquel santo‑; y la mente humana se conforma con lo que la divina providencia nos pone al alcance de la mano. Eso me pasaba a mí: Inma, sin gafas, con aquel vestido de noche y los zapatos de tacón, parecía otra cosa.
Apenas había terminado la copa, empezó a sonar una canción que estaba muy de moda: “Noches de blanco satén”. Roser me cogió del brazo y me invitó a bailar. ¡Qué sorpresa! Se había pintado los labios y llevaba el pelo recogido en una coleta muy graciosa, que le daba un aire más juvenil. Hubiera tenido que decirle que yo no era un buen bailarín; pero me cogió con tal fogosidad, que no pude negarme. Ella me miraba con un brillo especial en los ojos y yo no podía apartar los míos de aquellos pechos erguidos, redondos y exuberantes, que parecían querer escapar por el generoso escote del vestido.
Será un síndrome que me ha quedado de pequeño, porque no me dieron de mamar lo suficiente; pero hoy día, a mi edad, sigo obsesionado con los pechos de las mujeres. Me gustan todos: los modestos, retraídos y timoratos, que se ocultan entre los pliegues de la ropa, como pajarillos asustados; y los otros, los altaneros y arrogantes, que hacen alarde de su esplendor y majestad. Así eran los de Roser. No me cansaba de mirarlos. Con los pechos de las mujeres me pasa igual que con el fuego y las olas del mar: puedo pasarme las horas muertas como un tonto, sin parpadear ni decir una palabra, contemplando su hermosura.
Empezamos a bailar; yo procuraba estar muy comedido y mantener las distancias; pero, de cuando en cuando, intentábamos leves contactos aparentemente fortuitos. Un ejemplo; para decirle que estaba guapísima, le acariciaba el hombro, y tenía la sensación de que no le disgustaba; entonces ella respondía, muy seria, que se alegraba de haberme conocido; apretaba mi mano con suavidad, se me acercaba lentamente y me abrazaba con más intensidad. Ya he dicho que siempre he sido un poco tímido y, aquella noche, no quería pasarme de la raya, ni arriesgarme a que Roser tuviera que pararme los pies delante de todo el mundo. No obstante, acercaba mi cara a la suya, muy serio, y procuraba aparentar una experiencia que no tenía. Por la forma como Roser respondía a mis contactos casuales, tenía la sensación de que, a partir de entonces, podría contar con su amistad. No obstante, procuraba retenerme. Eso era lo importante.
Cuando terminó la canción, hice ademán de volver a mi sitio, pero cogió mi mano con más fuerza y seguimos bailando. Aquello no tenía trazas de acabar: valses, tangos y boleros en un ambiente cada vez más cargado por el aroma de los puros habanos y el perfume de las señoras. A todo esto, Inma había ligado con un francés, rubio y espigado con los ojos azules: Bernard. Bailábamos muy cerca de ellos y, de cuando en cuando, volvíamos los cuatro a la mesa, tomábamos una copa y… otra vez a la pista. Bernard era el que más bebía; me hacía acompañarle, para ver si me emborrachaba ‑pensaba yo‑, pero tengo la suerte de que jamás se me ha ido la cabeza con la bebida. Cuatro veces me han hecho la prueba de la alcoholemia, una de ellas después de una fiesta en la que había bebido demasiado, y siempre he dado negativo. Debe de ser cosa de mi constitución.
Lo que no podía esperar, en una fiesta como aquella, es que tocaran pasodobles; y, menos aún, que el francés supiera bailar de aquella manera. Sonó “El gato montés”y Bernard se transformó. Parecía un torero auténtico. Citaba con los brazos en alto, giraba el cuerpo como si pusiera un par de banderillas y dejaba que Inma, flamenca y graciosa, le pasara muy cerca de la cintura, imitando el papel de la fiera. Uno tras otro, repetía los movimientos del matador. ¡Qué estampa! ¡Qué gracia! ¡Qué estilo! Le pasaba la mano por el talle, como si diera un natural, y ella inclinaba la cabeza con las manos al aire y se ceñía obediente a la figura del muchacho, rozándole apenas con los hombros. Todos los contemplaban embelesados. Cuando llegó el descanso, Bernard dijo que aquel calor era sofocante y nos propuso que saliéramos fuera, a respirar.
La noche estaba solemne y silenciosa; sólo se oía el crujido de la espesa capa de hielo que cubría el lago y el soplo del viento que limpiaba la nieve de las copas de los pinos, y alejaba las últimas nieblas de la noche. Del tejado colgaban unos afilados chuzos, que parecían de cristal, y llegaban hasta las ventanas de los pisos inferiores. La luna resplandecía por encima del bosque, como un presagio de paz para el nuevo año; y las estrellas podían contarse, una a una. Tras los visillos, se adivinaba el ambiente acogedor de los salones y hasta nosotros llegaba el rumor lejano de la música. En medio de aquella calma, nos sorprendió la presencia de una pareja de la Guardia Civil con los esquíes al hombro, los crampones ajustados y dos inquietos pastores alemanes. Se pararon en la puerta y entregaron un papel a uno de los camareros. Salió Escudé y, a los pocos minutos, se marchó con ellos en dirección al bosque. Llamaba la atención el resuello de los perros a la luz de la luna.