“Barcos de papel” – Capítulo 13 b

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

2.- Solo, desplazado y fuera de lugar.

Para mí, que no sabía ni ponerme los esquíes, subir a la cima de la montaña con Escudé era una temeridad. No comí apenas, pensando en la que se me venía encima; pero, a las cuatro en punto, estaba junto al tele‑arrastre con mi nuevo equipo, unas botas de mi número, casi nuevas, y los esquíes que Xavi me eligió. En media hora, Escudé me explicó cuatro conceptos básicos, practiqué la cuña y unas diagonales y nos dirigimos hacia el tele‑arrastre. Por el camino, me dio las últimas instrucciones.

—Cuando cojas la pértiga, haz fuerza con los brazos; y, sobre todo, no te sientes. Flexiona las piernas, sujétate bien y aguanta el tirón de la percha.

Menos mal que estábamos los dos solos y nadie me vio. Por dos veces, besé el suelo: el impulso te lanzaba más de cinco metros hacia adelante y, con unos esquíes de casi dos metros, no era fácil mantener el equilibrio; pero a la tercera lo conseguí.

—Va a resultar más difícil de lo que pensaba —dijo Escudé—.

Después de oír el comentario, no sé cómo pude aguantar el miedo. Él subía detrás, sin parar de decirme que me dejara llevar y mantuviera el cuerpo recto, hasta que llegamos a la cima.

—Ahora, suéltate… Muy bien. ¿Lo ves?

Contemplar aquel paisaje era sublime, una auténtica maravilla. Al principio, con cuidado; pero, después, con cierta alegría, aquella tarde hicimos tres descensos.

—Echa el cuerpo adelante, y no seas gallina —repetía constantemente—.

Lo peor era poner las espátulas perpendiculares al valle y echar el cuerpo hacia adelante. Pasé mucho miedo; pero, poco a poco, fui cogiendo confianza y, al día siguiente, me asignaron el grupo tercero con el profesor Amorós, con quien estuve hasta el final del cursillo como un alumno más.

Sigo pensando que el frío es una maldición divina; pero, al descender por la pendiente, no se siente el frío, sino al contrario: se nota la fuerza de naturaleza. Los pulmones se llenan del aire de la montaña y se siente, en el rostro, la caricia del viento y de la nieve. Gracias a Escudé, descubrí un deporte muy útil para dominar el miedo y mantener el control. A los pocos días, dejó de preocuparme el atuendo. Los días de sol, esquiaba en mangas de camisa y con pantalones vaqueros. ¡Qué delicia! En la ciudad no se disfruta de la naturaleza de forma tan intensa.

En eso pensaba, cuando, al día siguiente, mientras esperaba que los chicos bajaran de sus habitaciones, llegaron Inma y Roser y se sentaron a mi lado en el salón, junto a la ventana que daba a las pistas. A la llegada, siguió un silencio que rompió Inma para preguntarme si me gustaba la ópera. Al principio, pensé que era una excusa para entablar conversación; pero, luego, buscó en el bolso, sacó unas cintas y me preguntó si prefería a Verdi o a Wagner. Le contesté que no entendía mucho de música; que lo mío era la literatura. Pensé que era una cursi que pretendía fardar de cultureta; hasta que en el minúsculo casete empezó a sonar el último acto de La Traviata: Addio del passato (“Lariro… laralí lariro…”). Aquella música no debería llamarse clásica, sino celestial.

Entonces Roser me dijo que yo le recordaba al protagonista de Metrópoli, una novela de Ferenc Karinthy.

—¿Por qué?

—Tú cómprala, cuando regreses a Barcelona, y observa tu parecido con Budai, el protagonista.

—Bueno, pero adelántame alguna cosa.

—Lo haré con mucha brevedad, si me prometes que la leerás.

—De acuerdo.

—Budai es un profesor de idiomas que viaja a Helsinki para asistir a un congreso de lingüística y, al llegar al hotel, no consigue hacerse entender, a pesar de que habla más de doce idiomas. Se pregunta si se equivocó de avión o se ha dormido durante el viaje; no soporta la terrible angustia de no poder hablar con nadie. Intenta escapar, pero la metrópoli es una ciudad fría y deprimente, que no parece acabarse nunca; y los ciudadanos son gente distante, antipática y poco hospitalaria. ¿No te dice nada el argumento?

—Francamente, no sé qué decir.

—¿En serio? Ahora ya empiezas a esquiar y no lo haces mal; te hemos visto bajar con Escudé; pero al principio, cuando llegaste al andén con la maleta, nos recordaste a Budai. Se te veía tan desplazado, tan solo, tan fuera de lugar… En fin, no te lo tomes a mal, pero esa es la verdad.

Me gustó mucho que hablaran de mí y me habría gustado seguir charlando con ellas sobre el asunto, pero empezaron a llegar los chicos y tuve que dejarlas. Aquella tarde habíamos preparado un concurso de chistes para antes de cenar. Por la noche no volví a verlas en el salón; pero, al día siguiente, me las encontré en el guarda esquíes, cuando salíamos hacia las pistas. Me preguntaron si quería acompañarlas y no fui capaz de negarme. Extraño, ¿no? Pensé que podría bajar siguiendo sus trazadas, le dije a Amorós que aquella mañana no esquiaría con el grupo, y cogí el tele‑arrastre detrás de ellas. Les pedí, por favor, que tuvieran cuidado, y comprendieran que yo estaba empezando; pero, al llegar a la cima, giraron entre los pinos, se impulsaron con fuerza y, al segundo viraje, las perdí de vista. Cuando, por fin, pude llegar a la explanada, se partían de risa. Intenté derrapar en el último momento, para impresionarlas, y por poco beso el suelo. Ellas me aplaudieron levantando los brazos, como si acabara de batir un récord olímpico; le dijeron a Escudé que nos hiciera una foto y me colocaron en el centro, entre las dos. Todavía conservo aquella fotografía.

Por la noche, estaba en el salón, terminando mi segundo whisky, a la espera de que aparecieran por allí Inma y Roser, cuando vino a buscarme Magda, una de las chicas mayores del cursillo, para decirme que Laura había tenido su primera regla. Estas cosas se cuentan y no se creen. ¿Saben quién era aquella chiquilla? La hija de Juan José Castro, el jefe de informativos de deporte en los Estudios Miramar. Qué pequeño es el mundo. Recuerdo que cuando llegué, estaba muy asustada, llorando y quejándose de dolor.

Llamé al doctor Serradell, fuimos al botiquín, le dio una pastilla, cogió un paquete de compresas y tranquilizó a la muchacha. Era más de la una y media de la madrugada. Cuando la dejamos, el pasillo permanecía en penumbra y silencioso. El médico abrió una de las contraventanas; sentimos, en el rostro, el aire frío de la noche y me dijo que observara el paisaje. Los cristales estaban velados por una fina capa de hielo, que se deshacía lentamente al contacto con el dedo. Era una noche preciosa: la luna iluminaba el bosquecillo que rodea el santuario y las copas de los abetos parecían dibujadas a plumilla. Permanecimos en silencio, con la vista fija en la densa niebla que cubría el valle, escuchando los hilillos de agua que caían del tejado y los aullidos de los lobos que campaban por los alrededores. Yo nunca había visto una cosa así. Hay lugares maravillosos y momentos que nunca se olvidan. Me dio las buenas noches y me dijo que no me preocupara por la niña; pero que, en caso de vómitos o fuertes dolores, le avisara. Volví a su habitación: sentados junto a su cama, Magda y yo estuvimos a su lado hasta que se durmió, después de las tres de la mañana.

 

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