“Barcos de papel” – Capítulo 12 f

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

6.- ¡Vaya vacaciones que me esperaban!

Por la tarde, después de comer, me senté tranquilamente en el salón, pedí café y coñac ‑como un señor‑, y me puse a observar las evoluciones de los chicos desde la ventana. Lo peor era que me sentía muy solo. Nadie me prestaba la menor atención; notaba que no le caía bien a las señoras ‑especialmente a Lali Pericot‑, y tenía la sensación de que me tomaban por un pobre diablo, sin clase y mal vestido, que se había equivocado de lugar. Aquello no era como lo había imaginado. A aquella gente le gustaban las personas bien vestidas, esas que saludan haciendo inclinaciones de cabeza, con afectación y solemnidad casi religiosas.

No muy lejos de donde yo estaba, se sentaron Inma, la de las gafas, y Roser, la que tenía pinta de intelectual, que parecían muy amigas. No pude evitar oír la discusión que mantenían: una decía que tenía relaciones sexuales con su novio desde hacía tiempo, y la otra le contestaba que dejarse acariciar por el novio o darle un beso no podía considerarse relación sexual. ¡Pues vaya relaciones, casi como las mías! ‑pensaba para mis adentros‑. Inma insistía en que a las monjas eso de los manoseos les parecía tan grave como la cópula, y que la última vez que se confesó, el cura le había asegurado que tanto lo uno como lo otro eran gravísimos pecados. Poco a poco, la conversación fue subiendo de tono hasta tal punto que Roser elevó la voz, para convencer a su amiga:

—¡Eso no puede ser! Si fuera igual de grave, todo el mundo se iría a la cama directamente, sin pasar por los achuchones. ¿No lo comprendes? En eso como en todo, tiene que haber una medida.

Levanté la cabeza y ensayé mi mejor sonrisa con la esperanza de que me dejaran participar en aquel debate tan interesante; pero, al ver que me acercaba, se levantaron muy molestas y se fueron al otro extremo del salón, a seguir con la porfía. ¡Qué vacaciones me esperaban! Seguí leyendo: la lectura es uno de los mejores recursos para combatir la soledad. De cuando en cuando, miraba por la ventana y veía descender a los chicos por la ladera, siguiendo la estela del profesor y marcando los giros, tal y como les habían explicado. Cuando llegaban a la explanada, aligeraban la presión de las piernas, inclinaban el cuerpo hacia adelante, con los esquíes paralelos para describir una curva y derrapar de forma espectacular. ¡Qué envidia me daban!

A las cinco y media fui a esperarles al pie de las pistas, los acompañé a las habitaciones, se ducharon, se cambiaron de ropa, y ‑a eso de las siete‑ bajamos al salón de Finestrelles. Reyzábal me había dicho que desde esa hora les organizara toda clase de actividades: concursos de chistes, imitaciones, gymkanas, festivales de canciones… Lo importante era variar, y cualquier sugerencia era buena para matar el tiempo antes de la cena. Gracias a Dios, aquel día no ocurrió ningún percance; algunas caídas sin importancia, y que a Jean Bertrán, en uno de los giros, se le quedó atrás un esquí y se torció el tobillo; pero apenas sentía unas ligeras molestias.

Después de cenar, los acompañé a sus habitaciones, cerraron las puertas y esperé en el pasillo hasta que todo estuvo en calma. Fue una noche tranquila. El madrugón, la caminata y las clases de esquí los habían agotado. De cuando en cuando, tosía o hacía ruido para que me oyeran y se sintieran vigilados; y, cuando me pareció que ya se habían dormido, bajé al salón y, sentado en una butaca, estuve leyendo, fumando y bebiendo whisky hasta muy tarde, aprovechando que pagaba la federación.

Los contratiempos empezaron al día siguiente, cuando el sereno vino a despertarme. ¡Qué susto me llevé! Llamó a la puerta con los nudillos y dijo a voces:

—Buenos días. ¿Me dijo que lo llamara a las ocho?

—Sí, señor; muchas gracias —contesté, medio dormido—.

—Pues dese prisa, que ya son las ocho y media.

—¿Qué dice?

No me contestó; se marchó muerto de risa. Cuando fui a protestar, el director del hotel también se echó a reír, y me explicó que al viejo le encantaba hacer este tipo de trastadas. Era como un reloj con media hora de retraso. Si querías que te despertara a las ocho, debías decirle que te llamara a las siete y media. Los clientes asiduos ya lo sabían; pero, por su culpa, más de un primerizo llegó a perder el tren.

 

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