“Barcos de papel” – Capítulo 12 e

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

5.- ¿Me había engañado Reyzábal?

Un destartalado puente de madera, cubierto por una capa de hielo, gruesa y transparente como el fondo de una garrafa, comunicaba la estación con el hotel. Cargados con los equipajes, recorrimos el puente hasta el final de la pasarela, en donde había un local grande y descuidado, a mano derecha, para guardar los palos y los esquíes. Al cargo del recinto, había un pintoresco personaje, al que los chicos conocían de años anteriores: Xavi. Entre risas y bromas, dejaron la parte más incómoda del equipo, y todos, en grupo, nos dirigimos a recepción. Allí nos esperaba el señor Roca, director del hotel, el maître y el resto de personal, todos muy educados y complacientes. También había un sereno andaluz, mayor y dicharachero con fama de bebedor, que siempre iba en compañía de dos enormes perros negros, que los chicos acariciaban como si fueran corderillos.

—¡Cosas del instinto! —decía el sereno—; en cambio, no hay lobo que se acerque a medio kilómetro, por las noches. Cuando los huelen, son dos leones.

—Estaréis muy tranquilos —comentó el señor Roca—. Estos días, el hotel está al sesenta por ciento; pero, en Nochevieja, será una locura.

Cuando te encuentras en circunstancias tan extrañas que no te sientes capaz de controlar; cuando te gustaría echar a correr y escapar de la realidad, pero no puedes porque tienes que cumplir con tu obligación, no piensas ni actúas; sólo deseas que el tiempo pase lo más deprisa posible, a la espera de una nueva situación, a la que te puedas adaptar con más comodidad.

Una camarera nos acompañó a las habitaciones, a colocar los equipajes; y, a continuación, bajamos al comedor. A eso de las diez de la mañana, después de desayunar, fuimos al “guarda esquíes”. Xavi se ofreció a elegirme unos esquíes, pero le dije que aquel día prefería observar el trabajo de los profesores.

Antes de salir a las pistas, los profesores les explicaron, sobre todo a los más pequeños, cómo debían llevar el equipo: anorak bien cerrado, fijaciones sujetas, el gorro, las gafas… Yo no sabía que las oscuras eran para los días de sol y las amarillas para los días que, como aquel, no paraba de nevar. Cuando estuvieron equipados, salieron a una explanada, cerca de una pista para principiantes, que llamaban de los pastorets y, tras un breve examen para evaluar el nivel individual, organizaron doce equipos, cada uno con el nombre de una montaña: Puigmal, Besiberri, Gabarró, Pedraforca, Montcau… cada grupo tenía su profesor, y su capità.

Yo me quedé en la puerta del “guarda esquíes”, muerto de frío, echando un cigarro, y vestido de esquiador: con mi gorro de lana blanco con borla roja, las gafas amarillas, aquellas botas que me estaban enormes y el resto del equipo que he detallado con anterioridad, observándoles. Brevemente y con absoluta seriedad, les explicaron las normas básicas para aquellos días: esquiar en fila; no adelantar al compañero; ayudarle a levantarse si alguno se caía; imitar los movimientos del profesor en los descensos, y marcar los giros en las bajadas. Al terminar la clase, en la hora de esquí libre podían esquiar en grupo, pero siguiendo siempre las instrucciones del capità.

Cuando todo estuvo organizado, se marcharon a las pistas con los profesores, y yo pude respirar tranquilo. Subí a mi habitación, cogí Juguetes del viento y me senté a leer en el salón, junto a una ventana. ¿Me habría engañado el taimado Reyzábal? Yo me esperaba una Babilonia de lujuria y desenfreno, pero aquello parecía un geriátrico; estaba demasiado tranquilo. Estaba claro que el cabronazo de Reyzábal me había llevado al huerto. Procuraba alejar esas ideas de mi imaginación, animarme y ser paciente; trataba de convencerme de que los éxitos no se consiguen así como así, y que acceder a las alcobas de las Lolitas no es cosa del primer día, ni está al alcance de cualquiera.

De todas formas, en Barcelona no me había dejado nada: Olga se había enfadado porque le dije que no debía beber y “El Colilla” se pasaría las horas tomando cubatas en el Montecarlo; pero, en asuntos de chavalas, tampoco se comía un rosco. No obstante, en medio de aquella calma, presentía que iba a ocurrir algo importante. Verdaderos o falsos, los presentimientos avivan la llama de la ilusión, y las corazonadas ayudan a mantener la esperanza en los malos momentos. Algo me decía que en aquellos días ocurriría algo grande y emocionante, una fantástica aventura que aún no era capaz de adivinar. Con eso me consolaba.

 

roan82@gmail.com

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