Por Jesús Ferrer Criado.
Hoy he salido un poco tarde. Son casi las diez. Es el paseo que me permito algunas mañanas, menos ocupadas, como un lujo accesible y saludable. Cuando salgo más temprano, voy escuchando alguna tertulia de radio y el trayecto se hace sin sentir. Hoy sin radio voy más atento a la calle y soy más consciente de mis propios pasos. Es una mañana azul y fresca con una trasparencia cegadora si se mira a la sierra. Apetece mucho andar.
—Adiós, Manolo.
Se trata de un antiguo padre de alumno que pasea al perro, aunque suele decir que es el perro quien lo pasea a él.
Cien metros más allá, a un paso de su garita, un vendedor de la ONCE se fuma un cigarrillo y saluda a los transeúntes entre bromas.
Pasando la farmacia, hay un joven con pinta de gitano, medio metido en un contenedor, hurgando dentro con un gancho a ver qué saca. Lleva un cochecito de niño medio derrengado, con un microondas desconchado y algunas piezas metálicas más.
Muy cerca, en una parada, un grupo de personas ‑la mayoría jubilados‑ otea la calle impacientes, esperando el autobús. Como tienen un abono gratuito, pasan el tiempo de un sitio a otro, a ver si encuentran algo que le dé interés al día.
Naturalmente, las tiendas de los chinos están ya ofreciendo su quincalla. Para ellos no hay fiestas ni horarios. Pregunto por una gorra:
—Cuatlo eulos.
La biosfera es la parte de la esfera terrestre en que se manifiesta la vida y da igual que sea un macetón de los que pone el Ayuntamiento, un vencejo o cualquier clase de bicho, incluidos ‑claro está‑ los humanos. La biosfera tiene su parte grandiosa, las selvas, los océanos, la tundra inmensa o la pampa argentina; pero, como he dicho, nosotros, el perrillo de Manolo y los jubilados somos también biosfera.
Me acerco al centro. Una señora sale de un portal, santiguándose; me recuerda a mi madre. Un poco más allá, sentado en el tranco de una boutique que ya cerró hace meses, un joven robusto con el pelo pajizo muy revuelto sostiene un cartelón que dice: NECESITO AYUDA. NO SÉ ROBAR. Obviamente, está pidiendo una limosna; pero la redacción es algo confusa y puede parecer que lo que desea es que le enseñen a robar. Podría ser polaco, ruso o balcánico. No mira a nadie, no dice nada. Se limita a estar. Su cara no refleja emoción alguna. La lata que tiene a sus pies está completamente vacía.
Paso junto a una cafetería. La terraza, protegida por una carpa transparente, está llena de mujeres “de mediana edad”. Ese increíble eufemismo se lo atribuyen señoras que rondan los setenta. Su pensamiento, claro está, es llegar a los ciento cuarenta. La mayoría de estas señoras, todas rubias y lacadas, ha tiempo que dejaron a sus maridos al cuidado del sepulturero y, ahora, lucen sus collares tomando su eterno café con leche en esa terraza, viendo y dejándose ver.
Con media sonrisa prosigo mi paseo. En la acera de enfrente, casi en la puerta de un supermercado, me llama la atención una pareja de jóvenes, diría que rumanos. Me detengo a observarlos. Ambos, ella y él, visten vaqueros y llevan una gran bolsa de deporte. El chico saca un voluminoso vestido blanco que ella se mete por la cabeza y que se parece a los de Escarlata O’Hara en “Lo que el viento se llevó”. Ahora viene una peluca larga y rubísima, una pamela, una sombrilla de encaje blanco, un abanico, zapatos y un precioso bolsito, todo haciendo juego. Se da colorete, se pinta los labios, adopta una aire lánguido y a esperar que la caja forrada de terciopelo rojo se llene de monedas. Estatuas vivientes.
Los del acordeón tardarán algo más; vienen casi a medio día, incluso puede que no aparezcan hasta la tarde noche. A veces, se oye también algún violín. Este personal es extranjero, me da que rumanos. A ciertas horas el PASEO parece una sucursal pobre del Puente Carlos en Praga.
Cuando Spain was different, nuestros mendigos no hacían cosas tan refinadas para solicitar el óbolo solidario. No mostraban habilidad alguna. Su arte era dar lástima y recurrían a Dios: «Una limosnita, por el amor de Dios». Y luego, «Que Dios se lo pague». En estos tiempos tan descreídos, una petición así puede ser contraproducente y ni siquiera la utilizan los mendigos que se apostan a la puerta de las iglesias.
Algunas tiendas han abierto ya, aún sin público; otras están levantando esas persianas metálicas tan ruidosas.
Por lo demás, todavía no hay muchos viandantes. Ya ha pasado el ajetreo de los padres acarreando a sus retoños a la escuela. Algunas señoras arrastran sus carrillos de la compra, todavía vacíos, y se paran frente a los quioscos, para ver las portadas de los periódicos y de la prensa rosa.
Un par de jubilatas están ya “haciendo guardia”, sentados en un banco, observando a los transeúntes. El que parece más joven se acaba de liar un cigarrillo.
Me cruzo con un par de caminantes conocidos; otros dos aficionados al trekking ciudadano.
—Adiós, adiós.
Sigo mi travesía hasta la parada del autobús, que me devolverá a casa. Cuando cruzo la calle, casi se me echa encima un ciclista ambidextro que, mientras sujeta el manillar con la izquierda, trastea un teléfono con la derecha. Un coche le pita, pero él ni caso.
La pantalla de la parada dice que el autobús está al llegar. Hace una mañana espléndida, llena de palomas. Frente a mí, se sienta una chica trajinando su smartphone; es realmente preciosa.
Lo dicho, la biosfera.