“Barcos de papel” – Capítulo 11 c

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

3. “La Merche” y el futbolista.

Mi primera Nochebuena la pasé en el pub Montecarlo de la calle Alcolea. En aquel ambiente, “El Colilla” se movía con increíble desenvoltura: saludaba a todos como si fuera el dueño del local, y no tenía reparos en abrazar a las chicas, susurrándoles al oído alguna ocurrencia de las suyas para que se rieran y le dijeran lo de siempre: «Emilio… no te “passes”». Al principio, pensé que todas aquellas demostraciones le llevarían a algún sitio, pero pronto me acabé convenciendo de que se trataba de simples exhibiciones para mantener su cartel de ligón en el local y llamar la atención de las recién llegadas.

A la entrada, había un mínimo zaguán, con unas cortinas rojas de pana gruesa, y algo más adelante la barra atendida por un personaje irrepetible, Matías. Tenía unos cincuenta años, era enjuto, despierto, listo como una ardilla, y tenía una memoria prodigiosa. El primer día que aparecías por el pub te preguntaba cómo te llamabas y qué ibas a tomar; si, por ejemplo, le pedías, un gin-tónic de Gordon con tres cubitos de hielo, lo grababa en su memoria y no se le olvidaba por mucho tiempo que pasara. Es decir, que si a los seis meses volvías por allí, te llamaba por tu nombre y te decía en un tono muy serio: «Señor Ruiz, ¿tomará lo de siempre?». No hace falta explicar cómo se agradecía el detalle, ni el farde que te pegabas cuando ibas acompañado de una chica, que visitaba el pub por primera vez. Eso de que Matías te llamara señor y te preguntara si tomarías lo de siempre, como si fueras su mejor cliente, era una pasada.

“El Colilla”, como siempre, entró riendo a carcajadas, haciendo comentarios en voz alta, y enrollándose con el primero que se encontró, que casualmente era un muchacho que acababa de llegar de nuestro pueblo. Vivía en Badalona, trabajaba en Olivetti y, como pluriempleo, cantaba en varios pubs de Barcelona. No sé cómo pudo reconocerlo, porque llevaba una barba de meses, y era mucho más joven que nosotros; pero para estas cosas, Emilio era un “crack”. El chico se llamaba José Antonio Herreros y, a los pocos minutos, ya estábamos alternando con él como si fuéramos amigos de toda la vida. Serían, más o menos, las once de la noche; el local no estaba demasiado concurrido, pero, poco a poco, se fue llenando de un público joven, alegre y bullanguero, que Matías ‑con toda intención‑, acomodaba colocando a los unos muy cerca de las otras. José Antonio y “El Colilla” pidieron unos cubatas de Bacardí y yo seguí con el gin-tónic. Estuvimos un buen rato contándonos nuestras aventuras, primero del pueblo y luego de Barcelona, sentados en los taburetes que había delante de la barra, cuando se oyeron en la sala unos silbidos de admiración.

Cimbreando la cintura y repartiendo besos como una diva, “La Merche” hizo su entrada en el local. Clienta asidua desde la inauguración del Montecarlo, “La Merche”, aquellos días, atravesaba el mejor momento de su carrera. La historia me la contó “El Colilla”: la muchacha llevaba mucho tiempo intentando, sin éxito, que alguien la sacara de aquel tugurio y la promocionara a locales de diversión más cualificados, sin que hasta la fecha hubiera aparecido ningún interesado; hasta que, por esos caprichos del destino, le llegó una oportunidad. De la noche a la mañana, se convirtió en la acompañante de Roberto Filigranas, un futbolista argentino que había fichado el Barça a principios de verano y que le daban las cinco de la mañana tomando cubatas en el Montecarlo.

De ser una más entre aquella patética clientela, “La Merche” cruzó el umbral de la gloria de la mano del futbolista: salió en la portada de Diez Minutos ‑revista reservada a grandes celebridades, como Fabiola y el Rey Balduino de Bélgica‑, y no sólo en la portada ‑como la mayoría‑, sino que llegaron a dedicarle una doble página en color, en la que aparecía ligerita de ropa y cogida de la mano del jugador, bajo una palmera del Tropical Beach Club de Gavá Mar, junto a Castelldefels. La publicación nunca faltaba en la peluquería de señoras en donde “La Merche” ejercía como estilista, por el refinado gusto y elevado nivel cultural de la clientela.

Al ver a “El Colilla”, “La Merche” se detuvo un momento, hizo un pícaro gesto con los labios, le echó los brazos al cuello, sonrió con oficio, y nos miró de arriba abajo a José Antonio y a mí.

—¡Vaya tipazos! Emilio, preséntame a tus amigos.

Iba muy maquillada, con un espectacular abrigo blanco de piel y un vestido negro muy ajustado, luciendo sus pechos, aceptables de tamaño, y manifiestamente mejorables de turgencia, a pesar del apretado sujetador. Yo no sabía por dónde salir.

—¡Merche! —se oyó una voz procedente del público—: ¡Eres muy grande, pero con ese abrigo te has “passao”!

Pero “La Merche”, que era una “noia de Sans”, despierta y vivaracha como una ardilla, se adornó con una pose muy ensayada, y respondió con el mayor descaro:

—¿Te gusta, guapo? Pues hay quien dice que me lo ha regalado quien tú sabes. ¡Qué mala es la gente! ¿Verdad?

¡Qué ambientazo! Amadeo, el dueño del local, había suprimido las mesas para rentabilizar la escasa capacidad del local. El público se sentaba casi a ras de suelo, con el vaso en la mano en unos taburetes de palma, mientras escuchaban al cantante de turno sin parar de hablar y de aplaudir. Debió de verme algo preocupado, porque “El Colilla” pidió otra ronda, y me dijo con mucha seriedad:

—“Mosquito”, te veo pensativo. No sé si será por los exámenes o porque estás pensando en tus vacaciones en la nieve; pero te voy a decir una cosa que a lo mejor no te va a gustar; bueno, casi seguro que no te gusta: ninguna chica viene a un lugar como éste, para estar sola. ¿Lo entiendes? Te miran, te analizan y deciden: éste me gusta, o éste no me gusta. O sea, que alegra esa cara. ¿Vale?

—Vale.

—Y una cosa más: cuando estés en Nuria, no intentes representar un papel diferente del tuyo que lo estropeas. Sé tú mismo. ¿De acuerdo?

En aquellos escasos ochenta metros, Matías conseguía instalar a más de trescientas personas: golfos, futbolistas, progres, agentes de la secreta, periodistas, secretarias, fulanas consagradas, y modelos en fase de promoción.Jóvenes de uno y otro sexo (de ambos sexos también había alguno, como pudimos comprobar) hablaban al oído y se besaban, sin disimulos, olvidándose de nuestro amigo José Antonio que, cuando le llegó su turno, interpretó unas canciones de protesta, y remató con “Hasta siempre comandante”, la canción de Carlos Puebla dedicada al Che Guevara, que todo el local tarareaba con exaltación. Terminó su actuación y, entre vivas y silbidos de admiración, regresó a la barra con nosotros y pidió otra ronda: la tercera. Y ahora viene lo mejor.

Se hizo el silencio y subió al estrado un muchacho con las cejas depiladas, sonriendo a sus admiradores y doblando la muñeca con inimitable distinción. Tenía voz gatuna y zalamera, llevaba pestañas postizas, se había dado unos toques de maquillaje en las ojeras, y una base de bronceado para evitar el efecto de los focos. Vestía un pantalón claro, muy ajustado, y una camisa azul de seda natural. Era el personaje de moda. Cuando preguntó si teníamos preferencia por alguna canción de su repertorio, el respetable en pleno, con grandes muestras de entusiasmo, respondió a coro: «¡Ma‑ri‑quita! ¡Ma‑ri‑quita! ¡Ma‑ri‑quita!…». El muchacho sonrió con malicia, esperó a que el público se callara y empezó a cantar.

—«Adiós, Mariquita linda… ya me voy porque tú ya no me quieres, como yo te quiero a ti…».

Es muy difícil explicar lo que allí se vivió. El entusiasmo del público alcanzó cotas alucinantes. Risas, aplausos y carcajadas. Ni siquiera yo ‑a pesar de mi carácter, y de lo cansado que estaba‑, conseguí aguantarme la risa. Cuando terminaron las actuaciones, eran más de las cuatro de la mañana. Se encendieron las luces, la gente se empezó a levantar de sus asientos y Matías anunció solemnemente:

—Señores: ¡Feliz Navidad! Ya saben dónde tienen su casa, porque supongo que no se habrán olvidado de dónde viven.

Entre risas y bromas, fuimos abandonando el recinto y salimos a la calle. La gente se abrazaba deseándose Feliz Navidad y se dirigían sin prisas a sus domicilios. Desde el mar, subía un vientecillo frío y una pareja de murciélagos revoloteaba bordeando el alero del tejado. La presencia del Roberto Filigranas en la puerta del pub, acompañado de otro conocido futbolista, nos hizo detenernos para verlo de cerca. En ese momento, apareció “La Merche” y aquello fue el cierre del espectáculo. Allí mismo le dedicó un variado recital de besuqueos y apretujones en una inolvidable demostración de amor navideño.

 

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