Por Dionisio Rodríguez Mejías.
1. La zona más lujuriosa del cuerpo humano.
Me despertó la lluvia golpeando en los cristales. Era uno de esos días en los que uno piensa que por mucho interés que pongas en lo que haces, siempre habrá alguna cosa que te saldrá mal. Estaba como el tiempo, apagado y tristón. Sólo faltaban dos semanas para Navidad y, en Barcelona, plazas, calles, parques y centros comerciales resplandecían alegres y festivos con los adornos multicolores que anuncian tan entrañables fiestas. Aquella mañana, para desayunar, Catalina me puso un bocadillo de caballa en escabeche, envuelto en papel de periódico. Me sentó como un tiro, pero la culpa era del maldito tabaco. Encendía un cigarrillo al levantarme de la cama y ya no paraba de fumar en todo el día.
Hacía semanas que sólo se hablaba de las fiestas, pero yo me encontraba solo, intranquilo y desquiciado, pensando en la que se me venía encima. Aquella tarde, en vez de ir a la Facultad, pensé quedarme a estudiar en la pensión; pero renuncié a la idea, porque mi habitación era uno de los lugares más incómodos y menos agradables del planeta Tierra. No me había molestado en colgar un mal póster, ni una triste postal en las paredes, convencido de que por mucha imaginación que le echara al asunto, no conseguiría hacer de aquel cuartucho un lugar acogedor. Sólo entraba el sol en verano, y por la tarde; es decir, cuando menos falta hacía. Cualquier ruido en el pasillo me distraía y cada vez que oía pasar un coche por la calle, me asomaba a la ventana con la ilusión de ver llegar a Olga. ¡Qué difícil resulta sobreponerse a las desilusiones!
Faltaba poco para las tres. Terminé de barrer el taller, me lavé las manos, me puse el impermeable y me marché, sin prisas, camino de la Facultad. En la cafetería, pedí un perrito caliente y un agua mineral con gas a ver si se me arreglaba el estómago.
Reyzábal estaba solo, sentado en un rincón, y con un par de libros sobre la mesa. Tuve la impresión de que se alegraba de verme y me senté a su lado con la intención de hablar de los exámenes. Lo noté distraído. Me dijo que había recibido carta de su novia y que le gustaría ir al pueblo, a verla por Navidad. Luego, para ganarse mi confianza, me dijo que había estado pensando en nuestra última conversación y que posiblemente yo llevara razón; que salir corriendo dejando a un compañero en manos de la policía no era un acto de cobardía, sino de sensatez. Al fin y al cabo, ninguno de nosotros tenía culpa de lo desfasado que estaba este país en materia de libertades. Cuando le pareció que ya me tenía donde se había propuesto, me lanzó una pregunta maliciosa.
—Y tú… ¿qué piensas hacer en Navidad?
—No acabo de decidirme —le contesté con ironía—; estoy dudando entre el Caribe y Baden‑Baden. ¡No te jode!
Pero a Reyzábal no le impresionó mi respuesta. Se había propuesto jugarme una mala pasada y, con la mayor seriedad, me planteó que lo sustituyera en un cursillo de esquí, como si el favor me lo hiciera él a mí.
—Perdona, Félix, pero los deportes peligrosos no me gustan, y el esquí para mí carece de sentido. Lo menos que me puede pasar es que pille una pulmonía. Por otra parte, ¿qué utilidad tiene? ¿Subir una montaña colgado de un cable y volver al mismo sitio a toda leche, a riesgo de romperte la cabeza? Francamente, me parece una locura. Y luego está el frío. Bastante pasé en el internado. A los ricos os gusta esquiar para tomar Martinis y haceros fotos en la terraza del hotel con jerséis llamativos, gafas de sol y la cara pintada como los indios arapajoes. Con toda sinceridad: yo soy partidario de la playa. El mar me gusta mucho más.
No fueron las cinco mil pesetas que me ofreció, sino sus malintencionados comentarios los que me hicieron reconsiderar la decisión. Me insinuó que los días de Navidad, el hotel se convertía en una enorme sala de fiestas y lamentaba que me perdiera tan magnífica oportunidad de conocer a niñas de papá.
—Piensa que a media tarde, al regreso de las pistas —decía astutamente—, las niñas vuelven a las habitaciones, se meten en la bañera y, poco después, empieza la función: música, copas, baile, carreras por los pasillos… y así, hasta la madrugada. ¡Qué te voy a decir! Ya sabes cómo son las niñas pijas: no tienen moral y se encaprichan de cualquier cosa.
Hablaba con tanta seguridad, que no tomé a mal que me mirara cuando dijo lo de «cualquier cosa»; y, aunque nunca había pisado una estación de esquí, no tuve que pensarlo demasiado para cambiar de opinión. Me veía en el hotel, en medio de un ambiente de fiesta, rodeado de chicas guapas, música, copas y diversión, como mi amigo acababa de decir. Y, por la noche, quizás podría liberar de una maldita vez mis represiones, y dar rienda suelta a mis instintos. Fue como un torbellino que giraba frenético en mi imaginación. Aunque lo trataba de disimular, vivía dominado por la lujuria; no había estado nunca con una chica, y aquella podía ser la ocasión de abrir la mano a mis tensiones. No lo pensé más; como la imaginación es la zona más calenturienta del cuerpo humano, en aquel mismo momento cambié de opinión y le dije que contara conmigo. Seguramente ser monitor de esquí o Delegado Federativo ‑como a él le gustaba decir‑ no era tan mal asunto como yo creía; y esquiar tampoco podía resultar demasiado difícil, si hasta las niñas de papá podían hacerlo.