Por Jesús Ferrer Criado.
Es tiempo de felicitaciones y buenos augurios. De carantoñas y sonrisas forzadas. Aunque todos sabemos que nada tiene arreglo y que de aquí se sale con los pies por delante, nos animamos unos a otros conscientes del engaño mutuo, pero fingiendo conservar un hilo de esperanza como si creyéramos en los milagros, como si las mentiras piadosas sirvieran para algo. Yo, como todos, participo del carrusel e incluso tengo preparadas las felicitaciones de la próxima década por si son necesarias y ya no estoy de humor, o simplemente no estoy.
La realidad es la que es. Cada día muere alguno de los nuestros y nace un nuevo modelo de smartphone. Incluso Walt Disney, congelado en nitrógeno líquido, está perdiendo la esperanza. No es que el futuro ya no sea lo que era, es que se ha evaporado y nadie cree en los Reyes Magos salvo Papá Noel.
En estas fechas, los gorriones sólo comen bombillas de colores y, como resultado de la políticas abortistas, las cigüeñas se han hecho sedentarias; no tienen encargos a París y, jubiladas, esperan la muerte sobre los campanarios de Extremadura.
La vegetación urbana se llena de vanos oropeles redondos, que fingen ser suculentos frutos, mientras los campos rumian y la vida se refugia tímidamente en los pinos ateridos, que no saben si arderán el próximo verano.
Es invierno. La piel del planeta tirita de frío y los osos se desquitan de todas las siestas perdidas.
No obstante (por los campos de mi Andalucía los campanilleros en la madrugá…), grupos absurdamente alegres despiertan con panderetas y tonadas pegadizas, siempre las mismas, a los pájaros soñolientos; y, en humildes casas, abuelos sin nietos y gentes sencillas que no han pensado siquiera en el cálido Caribe ni en lujosos restaurantes, se aprestan para ir a la Misa del Gallo.
Jesús Ferrer Criado.