Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.
Aunque cada vez menos, no es raro que a las personas se les designe con apodos, es una tradición tan antigua como la existencia de los apellidos; es más, probablemente en muchos casos, el apodo terminó derivando en apellido. Prácticamente en todos los casos, no se usa el mote con carácter peyorativo, y sí otorga una mayor operatividad a la hora de la identificación personal del individuo. Lo que ya no resulta tan normal es aplicarle el mote a la esquela mortuoria del fallecido, quizás porque la gravedad del caso no permite llevar determinadas expresiones, a veces hasta jocosas, a un papel tan serio con ribetes negros. No obstante, en Úbeda, no es raro ver el apodo en la esquela, lo cual, me atrevo a creer que se debe a la pura función identificativa, pero que no deja de sorprender a algunos foráneos no familiarizados con los vicios y costumbres ubetenses.
Ramón Quesada nos ofrece un plantel de sobrenombres como respuesta a la pregunta de un amigo que mostró su extrañeza ante una esquela de un finado con apodo.
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Me decía el otro día mi nunca bien ponderado amigo Julio Pulido, ex compañero en las tareas informativas de la radio y colaborador de este diario, que hacía tan sólo unas fechas había tenido la ocasión de admirar otra vez la singular belleza, cada día más comprendida, de Úbeda. Como es lógico, me puse así de ancho por el juicioso elogio a mi dilecta tierra ubetense.
Buen observador, pues, mi amigo me dijo también que regresaba de mi ciudad con una duda, esperando que yo, como nativo, se la aclarase. Según él, se encontraba inseguro en cuanto a unas esquelas mortuorias que viera colocadas a la atención del público en algunos lugares. Le extrañaba que en estos pasquines apareciese, en algunos casos, el apodo debajo del nombre del finado, y se preguntaba si esto era desde siempre o es que empezaba a imponerse como moda necrológica.
No. No es moda y menos, costumbre que empiece. Que yo recuerde, y ya estoy metido en años, el apodo, cuando el extinto lo ha tenido en vida, arrastrado tal vez por tradición familiar que pudiera perderse en la noche de los tiempos, siempre, o casi siempre, ha aparecido en el pasquín como apelativo que, en no pocas ocasiones, dice a las gentes e identifica mejor al muerto que el nombre propio; motes que se van perdiendo con las nuevas generaciones, porque estas están imponiendo sus particularísimas denominaciones, remoquetes o sobrenombres con esnobismo más bien extranjerizado y extraterritorial.
Los motes antiguos, los de la vieja usanza, aquellos que se extinguen con las mismas personas sin opción a continuidad ni sucesión, han sido en todo tiempo originales, impuestos por defectos personales o por alguna otra circunstancia, como sentencia breve y enigmática o misteriosa. Como aplicados por el pueblo, los hubo, y los hay, sentenciosos o enfáticos, jocosos y grotescos y hasta despreciables e indignos. Populares como “Ahorca monos”, “Andabonico”, “Brazazos”, “Callandico”, “Caparrastrando”, “Carraca”, “Chiclana”, “Diegodale”, “Macarrandana”, “Maltrota”, “Panimagra”, “Papas fritas”, “Tito”, “Tinajo”, “Tropezones”… Apodos que, para determinadas personas, han supuesto un lastre hasta vergonzoso por su ridiculez; y, para otras, el sello, la firma, la solvencia, para una recomendable alcurnia de artesanos como son “Tito” y “Tiznajo”.
Tocante a las esquelas, cualquier ubetense sabe que estas, salvo en las clases muy indigentes que no pueden costearlas, a nadie se le olvida hacerlas por muy apenado que se encuentre. Salen a la luz a escasísimas horas del óbito y, solamente, con el recato preciso, son distribuidas, colocadas en lugares tan repetidos que, francamente, por su uso de años, a poco adquieren propiedad.
Sorprendentemente, como si a la muerte le importara eso de “renovarse o morir”, en este mismo otoño he visto un pasquín diferente a los de toda la vida. Al contrario de los de siempre, las letras, blancas, estaban impresas sobre papel negro. Como el negativo de los ya conocidos. Tan extraño me fue, que llegué a pensar en unos compungidos dolientes que, en su afán de amor exhibicionista, con la muerte del familiar procuraban llamar la atención en lo que se refiere a la principalidad del apellido y a la opulencia del caudal de los herederos. Claro que, de todo esto, el único beneficiado, si es que lo hay y un cadáver puede serlo, fue el finado, ya que al ser tan excéntrica la esquela, tan nada común, la gente la comentó más bien sin pena ni gloria y, por supuesto, sin pensar siquiera en la idea de la “empresa publicitaria”. Por otro lado, no quiero ni pensar que, encima de tamaña exageración, la gracia del desaparecido varón hubiese llevado debajo un apodo, acorde con su linajudo nombre; el caso hubiese sido único en la historia de los sucumbientes. Hasta Juan, “El Nuestro”, que afirma no venir de casta de muertos, piensa que, si en alguna ocasión se muere, a pesar de todo, ni una sola esquela deberá aparecer por ningún lado, pues no quiere ser motivo de tales “atenciones”, vengan de nobles o de plebeyos, puesto que su alias, por bien afamado, no es merecedor de chanzas ni cobas. Además, como se tiene por cristiano convencido, no está de acuerdo con esa “publicidad” que se le hace a los extintos, estando en la creencia de ser esto una manera más de ofender a Dios. No sé a quién, ni en qué libro leí algo que trataba de seudónimos. Venía a decir el autor que los seudónimos son apodos disfrazados de aristócratas. Los escritores de Úbeda, y los artistas, y los toreros, y los religiosos han gustado de rebautizarse con seudónimos de todas las guisas. Entre los perdidos tenemos a Rafael Gallego Díez como “Indivil de vedette”; Miguel López Almagro, “H. de la Loma”; Gaspar de la Cintera, “El ciego de Úbeda”; Eugenio Madrid Ruiz, “El Cautelar de La Loma”; Juan J. Blanca Salido, “Prior Blanca”; Gabriel Galey Moreno, “Licenciado Galey”; Manuel Vico Tamayo, “Fray Rafael de Úbeda”; Juan Martínez García, “Juan Martínez de Úbeda”; Antonio Millán Díaz, “Carnicerito de Úbeda”; Francisco Cuenca Villacañas, “Pepe Calero”; y Juan Pasquau Guerrero, “Anselmo de Esponera”.
Y termino, Julio Pulido, concretando que el reparto de esquelas aquí también ha sido tradición de familia. Soria, apellido tan conocido como respetado, es, desde años, de este especial servicio que a todo el mundo impresiona. Pero un día, cuando se pusieron de moda las pintadas, apareció un texto que a pocos agradó. Letras grandes, verdes y claras, decían en la pared de color caña: «¡Viva Soria y sus “cajetas”!». Así de tonto. Así de insolente.
(06‑11‑1988)