Querido abuelito Fernando:
Hace poco más de un mes que te dimos sepultura y aún tengo la tendencia de coger el teléfono a esa hora vespertina en que la abuelita y tú acostumbrabais a acostaros, esperando que os venciese la llegada de Hypnos, el Sueño. Eran ésos, momentos de cercanía telefónica, que invalidaban la lejanía geográfica que nos separaba, y brindaban, por minutos, la posibilidad de estar juntos y anular el espacio, que no el tiempo. Recuerdo aún cómo te reías burlonamente de «Esas cosas modernas que hacíamos hoy en día», cuando te decía que mi marido y yo veníamos del yoga, de cuya bondad logré convencerte fugazmente al decirte que, en última instancia, quienes lo practicaban de verdad buscaban la unión con Dios. «Bueno, pues si es así, sí».
Recuerdo aún también con ternura cómo recordabas algunas de nuestras rutinas o las últimas escapadas de fin de semana previstas, por las que nunca olvidabas preguntar. Yo sabía, además, cuando quería que la conversación no languideciese o cuando simplemente me apetecía comparar nuestro presente con tu pasado, preguntar por cosas antiguas, por ejemplo, cómo se hacía el pan antes, cómo lo hacía tu padre, que era oficial de panadería, o hablarte de verduras y hortalizas que habíamos comprado recientemente en nuestra cooperativa ecológica. Redescubríamos el ciclo estacional de la naturaleza que para ti era una obviedad. «¡Apios, si eso lo he comío yo de chiquillo en ensalás! A mí me ha gustao siempre la cocina. De chiquillo, mi mama me decía que fuera a apañar el puchero y yo iba y le echaba los ajos, la cebolla…». Me regocijaba encender el pábilo de tu verborrea animada, feliz de contar lo que habías vivido, lo que sabías.
En los últimos tiempos, la muerte rondaba tu cabeza, mental y físicamente. En las últimas cuartillas de tu vagar escrito, precisamente, evocas a la Macanca, ese coche fúnebre municipal que nos contabas que existía en Úbeda para recoger a las personas que, en una miseria para nosotros inimaginable, fallecían en plena calle sin un solo ser querido que se encargase de su entierro. Y es que, como nos decías a menudo, «Estabais con un pie dentro y otro fuera». De los siete hermanos que habíais sido, sólo quedabas tú. Y quizá fuera la prisa por no demorarte demasiado ya, por reclamo de tus abuelos, padres y hermanos que, desde el más allá,te instaran, que te apresuraste para ir a cenar por ese largo pasillo de vuestro piso, iluminado por la luz vespertina de esas horas en que yo acostumbraba a telefonearos. Pero esta vez sería Thánatos, la Muerte, la que se adelantaría a su mellizo, Hypnos, el Sueño. Y tu cabeza, ésa que mentalmente presentía la muerte, que recitaba largas poesías por ti compuestas al Guadalquivir, a “tu hermosa y blanca cama…”, erupcionaría como volcán, precipitando su lava por el último túnel de la vida.
Ahora, mientras contemplo las últimas fotos que nos hicimos juntos, precisamente la noche anterior a tu deceso, en que acudí a visitaros, a rendiros, sin saberlo, la última visita en común y en vida terrenal, me regocijo porque, si bien no has cumplido el ruego que, medio en broma, medio en serio, os hacía («Este año ya he perdido una abuelita; así que, en este año, no os podéis morir ninguno más; al menos, hasta el año que viene»), sí has tenido a bien esperarme a que viniese a despedirme.
Muchas gracias, abuelito, por todo lo que me has enseñado. Lo más importante que he aprendido de ti es el valor de lo inmaterial y de lo sencillo. Naciste en el seno de una humilde familia, de padre panadero, abuelo paterno “del campo” y materno cazador, albardonero tú de adulto, monaguillo de niño en El Salvador y vendedor ambulante con tu hijo menor, de jubilado. Por casualidad, aún se conserva la casa donde naciste y creciste, que contigo he visitado; una vivienda con sólo dos dormitorios, el conyugal y el filial, donde os hacinábais todos los hermanos, varones y hembras, adolescentes y niños. Con hambre en el estómago en el 36, tu padre en paro, tus hermanos (José exiliado en Francia y Juan encarcelado), enfermaste de tuberculosis en esos años de posguerra, donde el esforzado tesón de tu tía materna María y tu madre, Antonia, que vendió hasta la lana de los colchones por sanarte, fueron los únicos instrumentos de una salvación que parecía imposible y que muchos jóvenes y adultos de tu tiempo no lograron. Mili en los Pirineos. Boda con la
abuelita, en Santa María. Tres hijos, siete nietos y siete bisnietos. Dos libros de “Relatos y vivencias”. Has hecho todo, abuelito; lo que decías que había que hacer antes de morir: «Plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo». Y todo, en tu caso, más de una vez. ¡Ah! Y lo más importante, hacer miles de rosarios, para amigos, familiares, para Benín… Y no rosarios cualquiera, sino con ese amor acendrado por tu tierra, rosarios de “huesitos de Jaén”, con la semilla algo ruda y nudosa ‑como tus manos de artesano‑, del árbol de Atenea, el olivo. Tu rosariera, santuario de tus oraciones, te habrá brindado el seguro pasaporte que para el Cielo deseabas, con una muerte rápida, liviana, sin aviso ni hospitalización. «Y ya se ha acabao», solías decir como colofón a tu deseo.
Querido abuelito, naciste pobre y pobre has sido hasta tu muerte. Pero la tuya ha sido sólo una pobreza material, que no espiritual. Nunca te he visto lamentar tu suerte, no haber tenido más formación, no haber viajado más, no haber tenido otras posesiones ni otras personas que las que has tenido. No has reclamado nada a tus padres, como solemos hacer los hijos de hoy en día. Al contrario, te preguntabas últimamente si no hubieras podido tú hacer más por ellos en su vejez.
Abuelito Fernando, abuelita Manuela, sois para nosotros modelo que seguir en todo. En unión hasta el final, bien avenidos, aunque «Entre col y col, una lechuga» (alguna bromilla que pusiese un punto de sal a la vida); pobres, pero con lo justo; gustosos de repartir lo poco que habéis tenido y ver felices a vuestra prole con ello, de pagar a tocateja los vestidos de novia de vuestras nueras y nietas casaderas aún con vuestra humilde pensión… Sonriente y alegre ha sido siempre vuestra actitud, como en vuestra última foto conyugal de agosto, como siempre os recordaremos.
Querido abuelito: ayúdame a mí también a ser pobre y déjanos aún a la abuelita entre nosotros un tiempo, valiente en su tardía viudedad, conforme, como tú, con el curso natural de la vida, vacilante pero firme en su andador. Como “La Madre” de Dámaso Alonso, “siempre joven” y “una candorosa niña”. Y cuando, de vuelta a Sevilla, atraviese la carretera de Vilches, dejando a la izquierda el cementerio donde yaces, y tome, finalmente la N-322 a la que asoma la tapia del camposanto, desde tu alta torre funeraria con panorámica de olivar, te ruego que nos saludes y bendigas nuestro viaje, como siempre habéis hecho la abuelita y tú desde vuestro balcón. Hasta siempre, abuelito.
Margarita Sánchez Latorre.
Úbeda, 5 de octubre de 2014.