“Barcos de papel” – Capítulo 07 d

4.- Sueños de seductor

No puedo decir que crea en esos fenómenos parapsicológicos que tratan de la comunicación extrasensorial entre dos personas; pero, desde aquella tarde, pienso que tiene que haber algo de verdad. Estaba pensando en Olga, cuando llamaron a la puerta. Abrí y, como por arte de magia, apareció ella con los ojos muy abiertos y la cara moteada de una crema hidratante con efecto bronceador. Tenía el pelo mojado y estaba muy graciosa con aquella cara.

—¿Me invitas al cine?

Me quedé mirándola y ella se echó a reír. Como no dije nada, volvió a insistir mientras se extendía la crema por la cara.

—Que si me invitas al cine. Estoy sola y no sé qué hacer.

Entró en la habitación, abrió el armario y se puso a curiosear los libros y la ropa; luego se quedó unos instantes mirándose delante del espejo: sonrió y fue cambiando la expresión hasta poner una cara muy seria; elevó la mirada, se puso el dedo índice en la barbilla y gritó en tono desafiante:

—¿Qué pasa contigo? ¿Eh? ¿No te parece bien? Pues, te aguantas. ¿Vale?

Sabía que ciertas reacciones expresan la necesidad de arrojar del interior sentimientos obsesivos, y la pregunta me salió del alma.

—¿Con quién hablas? Hablar solo no es bueno.

—No te preocupes. Me arreglo un poco, me cambio de zapatos y nos vamos. ¿Vale? No tardes. Te espero en mi habitación. ¿Qué película quieres que veamos? Piénsalo: tú eres el chico y tienes que elegir.

Empecé a recoger la mesa, cuando escuché en el pasillo la voz inconfundible de “El Colilla”, hablando por teléfono. Luego, oí unos pasos que se acercaban y, sin llamar a la puerta, como siempre, se presentó en mi cuarto. No me había equivocado; abrió los dedos índice y corazón de la mano izquierda ‑como si hiciera el signo de la victoria‑ y se los llevó a la boca. Era su forma particular de pedir tabaco.

—Oye “Mosquito”, acaba de llamarme Maica; dice que nos esperan en el Montecarlo. Me ducho, me visto, y nos vamos.

—No, por favor. Esta tarde no puedo. Ve tú solo. Lo siento.

—¿Cómo? ¿Piensas pasarte aquí toda la tarde?

—Perdona, Emilio: me duele la cabeza.

—¿Por qué sospecho que quieres librarte de mí?

—Porque eres un desconfiado.

—¿De verdad? Mírame a la cara. Te lo diré como hablaba la gente en el Siglo de Oro. ¿Qué tengo yo, que despistar procuras?

Cuando le daba por enrollarse, no sabía cómo quitármelo de encima. ¡Qué angustia pasé! Olga podía bajar de un momento a otro, y Emilio descubriría que pretendía darle esquinazo. Hubo un momento en que me costaba respirar y el corazón galopaba como loco. Podría haberle dicho la verdad, pero estaba seguro de que se nos hubiera colgado y se habría venido al cine con nosotros.

—Perdona, Emilio. Quiero entregar el trabajo lo antes posible.

—¡Como tú quieras! Pero que conste que no me lo trago.

Se marchó con el cigarrillo en la mano, canturreando una canción que estaba muy de moda en los pubs de la época: Sale, loco de contento con su cargamento para la ciudad… ¡Ah! Para la ciudad. Lleva, en su pensamiento, todo un mundo lleno de felicidad… ¡Ah! De felicidad. Piensa remediar la situación del hogar, que es toda su ilusión. ¡Ah!

Recuperado el aliento, terminé de arreglarme y subí a buscarla. Aquel día, entré en su cuarto por primera vez. Comparado con el mío, tan sobrio y tan pobretón, aquello parecía un bazar de Estambul. A aquellas horas, no se había molestado en hacer la cama. Envueltos, entre las sábanas, había unos muñecos de peluche muy graciosos: Snoopy y Charlie Brown. En la pared, una estantería con ositos, muñecas, fotografías, discos, revistas; y, desperdigados por el suelo, una toalla, un pantalón de pijama y unas bragas azules con lunares blancos. En la pared, tenía un poster de James Dean clavado con chinchetas; encima de la mesita, estaba el tocadiscos y el álbum de los discos debajo de la cama. Apoyó la mano izquierda en un ángulo de la mesita, se acarició los pies y se calzó unas sandalias de tacón, a juego con el vestido. Eran unos zapatos de tiras finas, azul turquesa, de esos que dejan al descubierto los dedos y el talón y se ajustan en la parte exterior, con una hebilla.

Mientras terminaba de maquillarse, le conté el apuro que acababa de pasar con “El Colilla” y le expliqué la mentira. Cuando le pareció que ya estaba bastante guapa, me miró de arriba abajo, como si me examinara, y me dijo con una sonrisa.

—Cuando quieras.

No había oído hablar de la película, pero llamaba la atención la cartelera: un primer plano con las espléndidas piernas de una joven subida en una escalera ‑como esas que hay en las bibliotecas para alcanzar los libros de las estanterías más elevadas‑. Llevaba una minifalda amarilla y unos zapatos de tacón rojo. En la parte inferior, ante una máquina de escribir, con su mirada de perrillo pícaro y sentimental, Woody Allen la contemplaba, tras sus enormes gafas. Debía de ser una comedia muy graciosa.

El vestíbulo era enorme: un bar lujoso, butacas tapizadas de terciopelo azul, una lujosa cafetería y el olor amable y familiar que emanaba de la máquina de palomitas de maíz. Olga compró un paquete de chicles con sabor a fresa. Me dirigía a las primeras filas del patio de butacas, cuando me salió al paso.

—¿Allí quieres sentarte?

Yo no entendí qué me quería decir.

—No, hombre, no. Las parejitas se sientan al final, para no molestar a nadie cuando se besan.

 

roan82@gmail.com

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