“Barcos de papel” – Capítulo 06 d

4.- Una entrevista inolvidable.

A punto estuve de llegar tarde. No se me iba de la cabeza el hombre del Mercedes, y tampoco me olvidaba de mi conversación con Olga. Busqué el papelito, miré la dirección y no tuve ninguna dificultad para encontrar el despacho; había una placa muy brillante en la puerta, con el nombre de don Roberto Vidal Bros ‑ Abogado ‑ Principal, segunda. Me preguntó la portera adónde iba, se lo dije y volvió a la garita sin hacer el menor comentario. Llamé al timbre y me abrió una señora muy mayor, de aspecto distinguido, que me invitó a pasar a una sala con una mesita baja y dos butacones de piel, uno a cada lado de la ventana.

—El señor Vidal le atenderá enseguida —dijo con enorme corrección—.

Como suponía que me harían esperar, me puse a leer Juguetes del viento. Leer calma los nervios y de camino causa buena impresión. Recuerdo el breve párrafo que leí durante la espera; decía que los amores juveniles entorpecen la razón a la hora de tomar decisiones importantes. El amor sólo es firme cuando descansa en el triunfo personal. Mientras tanto, hay que tener paciencia y sujetar las ansias de embarcarse en busca de mundos y de estrellas. ¡Qué gran verdad! Lo había comprobado cuando “El Colilla” perdió la cabeza por Rosita.

Regresó la señora que me había recibido y me acompañó al despacho del señor Vidal. ¡Qué hombre tan educado! Me dio un fuerte apretón de manos ‑como si yo también fuera importante‑ y me invitó a sentarme. Tenía esa actitud desprendida y humana del triunfador que se muestra afable y generoso con sus semejantes. Yo nunca había visto un despacho como aquel: suelo de parqué, paredes llenas de óleos y una alfombra que cubría la mayor parte de la estancia. Antes de nada, me dijo que le hablara de mis estudios.

Reconozco que estaba bastante nervioso cuando empecé; pero me tranquilizó que me escuchara con tanta atención y sin interrumpir. Sólo me dijo, a poco de empezar, que tenía voz de locutor de radio. Tanto me gustó el comentario que perdí el miedo, y me solté. Hasta le dije que yo era el encargado de leer los discursos en el colegio y que, una vez, me bendijo un obispo con gran emoción.

—¡Caramba, eso está muy bien! No es muy fácil emocionar a los obispos —comentó con cierta ironía—. ¿Te gusta leer?

— Sí, señor; yo era el lector oficial del colegio.

— Explícame eso —dijo más en serio—.

—Pues que todos los días, después de bendecir la mesa, me subía al púlpito que había en mitad del comedor y, mientras mis compañeros limpiaban las lentejas de piedrecitas, yo leía en voz alta pasajes de obras muy interesantes.

Cuando dije lo de las piedrecitas se echó a reír.

—¿Recuerdas alguna de aquellas obras?

—Sí, señor: Robinson Crusoe, de Daniel Defoe; Corazón, de Edmundo de Amicis; Pequeñeces, del padre Luis Coloma; La vida sale al encuentro, de Martín Vigil; y muchas otras —dije con cierta vanidad, por citar los nombres de autores tan prestigiosos—. En tantos años… ya se puede imaginar.

—Veo que has estudiado francés —dijo, después de hojear el expediente—.

—Sí señor.

—Dime una frase: la primera que se te ocurra.

—«Je vous parle d’un temps, que les moins de vingt ans ne peuvent pas connaître».

—Esa es la letra de una canción. ¿No?

—Sí señor: La bohème, de Aznavour.

Se echó a reír de una manera que tuve la certeza de que mis respuestas le habían gustado. Me preguntó en qué me gustaría trabajar y, precisamente, esa contestación, la más importante, no la llevaba preparada. No supe responder. Fue como cuando le preguntas a un niño qué quiere que le regales, por haber aprobado…, y se queda mudo. Eso me pasó a mí. Hice un esfuerzo y con toda mi buena fe le contesté.

—Señor Vidal, yo estoy dispuesto a trabajar en lo que sea.

Podría haberle sugerido que podía redactar informes, hacer estudios de mercado; ayudar en el departamento de formación de personal, en administración… en fin, en algo más concreto; porque eso de trabajar en lo que sea, tiene poco sentido. Pero yo era muy joven, necesitaba trabajar y suponía que el señor Vidal era un Rey Mago que podía hacerme una oferta superior al más optimista de mis deseos. ¡Qué oportunidad perdí!

—Pero, hombre —insistió—, habrá alguna cosa que te guste más.

—Usted no se preocupe —repetí—. Estoy dispuesto a trabajar en lo que sea.

—Pues no sé qué decirte. ¿Te gustaría trabajar en televisión?

—¿En televisión?

Aquellas palabras me sonaron como un canto de gloria.

—Sí, hombre; con esa voz, seguro que les impresionas.

No me lo terminaba de creer. Me entregó una tarjeta de visita para don Federico Castro, director de la sección de deportes de los estudios Miramar de televisión, rogándole que atendiera al portador de la presente, persona de la que tenía las mejores referencias, y toda esa palabrería que se ponía antes, en las tarjetas, para quedar bien.

Yo estaba como loco. De buena gana me hubiera puesto a saltar y le hubiera abrazado. Tuve que hacer verdaderos esfuerzos para disimular mi alegría. Me estrechó la mano, me deseó suerte, y tuvo la gentileza de acompañarme hasta la puerta. ¡Trabajar en televisión! Aquel día no me hubiera cambiado por nadie del mundo. Como un relámpago, pasaron por mi mente todas las personas que llevaba en el corazón: mi madre, mis educadores, mis amigos… ¡Qué dirían cuando se enteraran!

Cómo me gustaba esta ciudad en donde los sueños se hacían realidad y en la que cualquiera podía alcanzar puestos de privilegio. Nos habían dicho infinidad de veces, en el colegio, que habíamos nacido para triunfar; pero nunca imaginé que sería tan pronto y en el apasionante mundo de la televisión. ¿Y “El Colilla”? A “El Colilla” no le perdonaba que me hubiera engañado de una manera tan insensata. No le diría nada; ya se enteraría cuando me viera por la tele. Tenía que demostrarle que, sin su ayuda, había sido capaz de encontrar un magnífico puesto de trabajo.

 

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