2.- La confesión de Benito Lameiras.
Nos pidió, por favor, que le acompañáramos al bar de Saturnino a tomar una copa. Yo dije que estaba muy cansado, pero “El Colilla” me miró muy serio, casi ordenándome con la vista que aceptara, y no pude negarme.
—Muchacho —dijo el gallego con un melancólico tono de voz dirigido a mí—, no pierdas las esperanzas y acepta cualquier trabajo hasta que te salga otro mejor. ¿Me comprendes? Yo no he tenido suerte. Llevo seis años en Barcelona y cuando empecé a pintar coches me dije: «Benito, te pasas unos cuantos años de pintor, juntas unos ahorros, y luego Dios dirá: me voy a Vilasouto y me caso». Porque yo soy natural de Vilasouto de San Mamede en la provincia de Lugo. ¿Me comprendes? Pero lo que Dios dijo es que si quería comer tenía que seguir pintando coches toda la vida, y acabar con los pulmones destrozados.
—Y ¿por qué no cambiaste de profesión? —me atreví a preguntar—.
—Lo intenté muchas veces, pero sin resultado. En todas partes me preguntaban qué sabía hacer y si tenía experiencia. Trabajé dos meses, sin contrato, en una lampistería de la Bordeta y hasta en el muelle, en la zona de carga y descarga. Así estuve más de un año, de un sitio para otro y sin nada seguro. Me encontraba tan solo que una tarde me metí en una barra americana, o sea, en un puticlub, y conocí a una moza de Benavente. ¿Verdad que me comprendes? No sé cómo ocurrió, pero desde aquel día estaba deseando salir de trabajar y pasarme con ella las horas muertas, tomando copas y jugando a los chinos.
—Pero, ¿te la tirabas o no te la tirabas? —se interesó “El Colilla”—.
—Acostarme, lo que se dice acostarme, no me acosté.
—¿Pero en qué clase de puticlub te metiste, Benitiño? ¿No sería una residencia de ursulinas?
—No te rías, Emilio, que la cosa no tiene gracia. Imagínate: la muy sinvergüenza decía que quería llegar virgen a la noche de bodas, y cuando intentaba echarle mano se hacía la estrecha. «¡Que no me toques! ¡Coño!». Eso decía, y me rechazaba con un manotazo. Pero yo veía que le gustaba, y volvía al tajo: «Anda, “filiña”, no seas tonta, que te invito a otra copa».
Entonces se ponía melindrosa y me decía que estaba harta de aquella vida. Yo intentaba abrazarla, ella se echaba llorar y a mí me entraba la congoja. Eso me perdía: verla llorar. Los gallegos somos muy sensibles. ¿Me comprendes? Le decía que no fuera tonta, que yo la quería de verdad y no podía vivir sin ella. Un día que me había pasado con el güisqui me dijo que le prestara diez mil pesetas y caí en la trampa como un pardillo. Desapareció con los dos mil duros y no la volví a ver. Entre las copas, las cenas y el dinero que le presté, me dejó tieso. Eran todos mis ahorros. ¿No habéis visto cómo me mira Catalina? Le debo tres meses de pensión.
—Y, ¿qué piensas hacer ahora? —preguntó “El Colilla”—.
—Me iré al pueblo, me casaré con mi novia y ayudaré en el bar de su padre.
—Pues, de puta madre. Claro que, después de las horas que te has pasado detrás de una barra, alguna experiencia habrás cogido. Eso no hay quien te lo quite.
—Emilio, no te rías. Estoy pasando una mala racha, pero saldré adelante.
Dijo que tenía que madrugar y pagó la cuenta. Le acompañamos a la pensión, subió la escalera de puntillas, nos dijo adiós con la mano y, desde entonces, no le he vuelto a ver. Cuando estuvimos solos, “El Colilla”, muy juicioso, me advirtió.
—“Mosquito”, ya lo ves. En Barcelona tendrás que andarte con mucho cuidado; esta ciudad está llena de fantasmas y mentirosos.
—No me lo tienes que jurar —le dije con retintín—; pero no te preocupes, que a partir de ahora iré con cuidado.
Por raro que pueda parecer, no he olvidado la confesión de Benito Lameiras. A consecuencia de avisos como aquel, me volví cauto y desconfiado. Yo creo que en la historia de una vida se puede descubrir la de millones de personas. Los jóvenes cambiamos de criterio con demasiada rapidez; sólo nos importa el resultado sin tener en cuenta los medios que utilizamos para lograr nuestros objetivos. Debo reconocer que, con el tiempo, yo también utilicé a gente de buen corazón. Con el tiempo, hubo un momento en que me planteé regresar a mi tierra, vivir tranquilo, y renunciar a mis aspiraciones. Había perdido el rumbo: vivía desorientado, incapaz de recuperar el sol y el cielo, me encontraba solo y mi vida era un desierto. Bajé los brazos, vencido y humillado, y llegué a creer que no valía la pena seguir soñando. Pero con el tiempo, que pone a cada uno en su lugar, pude conocer la cara amable de la vida. Pero eso fue con el tiempo. Ahora tenía diez y ocho años, y empezaba a vivir.