2.- Las primas y el guaperas de Balastegui.
Miró al reloj, dijo que era un poco tarde y salimos del bar. Estábamos entrando en la pensión, cuando un griterío interrumpió nuestra conversación: llantos, insultos y un portazo tremendo, que venía del comedor. Catalina llamaba al orden, pero las voces no tenían trazas de parar. Emilio me miró y afirmó con absoluta seguridad.
—Ya están las primas de pelea, por culpa del jodido Balastegui.
Sobresaltados por el alboroto, algunos huéspedes habían salido de sus habitaciones, y estaban escuchando en el rellano. Katia no se andaba con chiquitas: llamaba a su prima, loba, fregona y “robanovios”.
—No respetas que estás en mi casa —se la oía decir, hecha una furia—.
—Tía Catalina: yo no tengo la culpa —se justificaba la otra muchacha—. Ha sido Balastegui que me ha invitado a bailar. Se lo juro por Dios. Le he dicho a Katia que se viniera con nosotros, y mire cómo se ha puesto. No se enfade conmigo.
—¿Ves como no me equivocaba? —alardeó “El Colilla”—. Son las niñas que andan revueltas por el guaperas de Balastegui.
Otro portazo y la voz de la patrona.
—Aquí no quiero escándalos. Todo el mundo a dormir, que son más de las doce. ¡A la cama, que es gerundio!
Benito, el gallego, había salido como cada noche, pero Pepita y el señor Sindreu regresaron a la habitación, dando el espectáculo por terminado. “El Colilla” encendió un cigarrillo, me hizo una seña y se plantó en el comedor, dispuesto a intervenir. Mientras Catalina recogía la mesa, las chicas se observaban de reojo y Balastegui se pasaba el peine por el pelo, mirándose en el espejo del aparador. “El Colilla” se dirigió a Katia, una jovencita rebelde, que había sacado el descaro de su madre.
—¿Qué te pasa a ti, corazón mío? ¿Por qué lloras? —le dijo muy afectuoso—. Con ese cuerpo de guitarra y esa cara tropical, no tienes que ser tan celosilla. Hay que tener aguante.
Los mimos hicieron que Katia llorara con esa intensa rabia que acompaña al enfado y se expresa mediante las lágrimas. Me asombraba ver la tranquilidad de “El Colilla” para manejar la situación. Cuando le pareció que Katia estaba algo más calmada, se acercó a Fina y le dijo que aquellos ojos estaban hechos para reír y no para llorar. Nadie abría la boca. Catalina, apoyada en el quicio de la puerta, observaba a “El Colilla” que seguía centrado en su actuación y dejó al muchacho para el final.
—Balastegui, parece mentira que seas el portero de un club tan emblemático como el RCD Español —dijo poniéndole la mano en el hombro en plan cordial—. ¿Tú sabes lo que se necesita para ser un gran portero?
—Sí, señor. Muchos reflejos.
—Vale; eso también. Pero además de reflejos hay que tener astucia, nobleza y picardía. ¿Lo entiendes?
—Sí, señor.
—Mira, Balastegui, se me acaba de ocurrir una idea. ¿Qué tienes pensado hacer el domingo?
—A las diez, tenemos charla táctica y luego entrenamiento en Sarriá.
—Muy bien; pues cuando acabe la charla, le dices al míster que necesitas dos entradas para tus padres, que vienen a verte desde Amurrio. ¿Me sigues? Que sean de Preferencia, cerca de la banda y en el centro del campo, a ser posible. ¿Penetra? —dijo, llevándose el dedo índice a la frente—.
—Sí, señor, penetra.
—Pues con esas entradas invitas el domingo a estas dos jovencitas, para que vean lo buen portero que eres; les presentas a ese central tan alto que va para figura y, cuando termine el partido, os vais a bailar a Nostremon. ¿Vale?
Al ver que el chico dudaba, Emilio hizo un comentario en tono muy solemne.
—La Providencia pone, en el camino de todo hombre, la mujer que le conviene.
Hizo una pausa, miró a Balastegui y le preguntó.
—¿Cómo lo ves?
—Que no es tan fácil como usted cree, señor Emilio —respondió el muchacho con el peine en la mano—.
—¡No me jodas, Balastegui! Más difícil es parar un penalti y bien que los paras, cuando quieres. No me vengas con excusas, y guárdate ese peine en el bolsillo, Robert Redford, que no estás a lo que hay que estar. ¡Joder con el guardameta de los cojones!
Luego, dirigiéndose a mí, dijo con gran solemnidad.
—Alberto, dale al muchacho un cigarrillo.
—Muchas gracias, pero no fumo —respondió Balastegui—.
—Pues hay que fumar, coño: los hombres que no fuman no son de fiar. El coñac y el tabaco huelen a España; deberías saberlo, jugando en un equipo que tiene un nombre con tan rancias esencias íberas. La tónica, la Coca‑Cola y esas mariconadas que tomáis ahora, sólo sirven para fomentar el amaneramiento y la impotencia.
Las muchachas no apartaban los ojos de “El Colilla” y Catalina se mordía los labios a la espera de conocer el desenlace. Algo más calmado, Emilio cambió de táctica y recurrió a los halagos.
—Mira, Balastegui: tú eres un gran portero. Lo digo yo que te he visto parar balones imposibles. Empiezas a tener un nombre en la profesión, eres vasco, inteligente y te sobran valores para regalar. ¿No es verdad?
—Bueno, tampoco es para tanto.
—¿Lo ves? Y además eres un tío sencillo. ¡Cuánto tenemos que aprender de la juventud! Un día me dijiste que harías el curso de entrenador por si te fallaba lo de portero, pero que los idiomas no se te daban bien. ¿No es verdad?
—Sí, señor; que no tengo facilidad.
—Deja eso de mi cuenta. ¿Cuándo empieza el curso?
—El mes que viene.
—Pues ya tienes profesor y además gratis. Mi amigo Alberto, que habla francés mejor que Charles Aznavour, te enseñará. Pero eso sí; el domingo tienes que llevar a las niñas a bailar y presentarles ese central tan guapetón. ¿Estamos?
—Pero si no apruebo…
—Déjalo en manos de Dios. Confía en Él, que en su infinita sabiduría, se encargará del resto.
Abrazó al muchacho con mucha ceremonia, dándole animosos golpes en la espalda, y demostrando, por la contundencia del palmeo, su enorme gratitud. Balastegui se encogió de hombros y bajó la cabeza en señal de aprobación.
—No esperaba menos de ti. Oye: y no te vayas a lesionar que tienes una vida por delante. Ten cuidado en las salidas, a ver si por lucirte ante las chicas, te descalabras y la tenemos. ¿Lo entiendes?
—Sí, señor.
—Me alegro. ¿Ves qué fácil es devolverles la alegría? Lo dicho, Balastegui: ojo con las salidas. Y si ocurre una desgracia, que no sea de gravedad.
Era casi la una, el balcón del comedor estaba abierto y se veía a la vecina de enfrente regar los geranios y canturrear la canción del verano con alguna confusión respecto a la letra: “Cuánto calienta el sol, aquí en la playa…”. Las chicas se marcharon sin mirarse; nosotros salimos del comedor sin proferir palabra; y, al llegar a la escalera, me preguntó “El Colilla”.
—Con franqueza, “Mosquito”. ¿Cómo he estado?
—¡De cine, Emilio! ¡Mejor dicho…: sembrao!