“Barcos de papel” – Capítulo 04 e

5.-Como un actor en noche de estreno.

Eran las doce y media cuando aparcó el coche bajo unos pinos y entramos en el Tropical de Gavá Mar. ¡Caía un sol de plomo! Nos colocamos en cuatro hamacas, las chicas en el centro y nosotros uno a cada lado. Maica pidió un café y Emilio sacó del bolso de la Merche uno de los tubos de crema bronceadora; y, entre risas y bromas, empezó a pasarle la mano por la espalda y por el resto de zonas que la chica le permitía.

—¡Emilio, no te pases, que te conozco!

—Es que hace un sol “abrazador” —decía, mientras deslizaba la mano hacia terrenos comprometidos—.

Merche le reía las gracias, al ver todos los ojos pendientes de ellos dos. Cuando terminaron los masajes, fueron a bañarse, entre gritos y carreras, como dos chiquillos.

Maica ‑la modelo que me adjudicó “El Colilla”‑ terminó la taza de café, se puso unas enormes gafas oscuras, se tumbó boca abajo y se quedó medio dormida, con el cigarrillo entre los dedos.

Aquella chica me superaba en edad y en experiencia, y el sentido común me aconsejaba no iniciar ninguna maniobra de aproximación, a pesar de mis deseos. De cuando en cuando, se removía en la hamaca, se incorporaba, se inclinaba hacia adelante, se peinaba la melena con las manos, se aflojaba el sujetador de su minúsculo biquini y volvía a colocarse de espaldas al sol. Yo la observaba de manera furtiva. No tenía hermanas y nunca había contemplado a una chica en aquel estado: a mi lado, casi desnuda, tendida en la hamaca, boca abajo. Yo percibía el olor femenino de su cuerpo, observaba sus soberbias piernas, su espalda, sus hombros dorados y unas brillantes gotitas de sudor en esa misteriosa cavidad de las axilas, donde nacían sus pechos firmes y apetecibles. Eran unas gotas pequeñísimas, que brillaban al sol y me atraían como un narcótico obsceno y lujurioso. Quizás ella no era muy consciente de los demoledores efectos que la proximidad de su cuerpo provocaba en mi imaginación; pero los provocaba. De pronto volvió la cabeza, como si despertara, y dijo, entregándome el tubo de crema bronceadora.

—¿Quieres darme un poco por la espalda? Estoy achicharrada.

Me quedé sin habla. Abrí el tubo, empecé a esparcir la crema por sus hombros y a dejar que mis dedos resbalaran por su espalda, con enorme suavidad, hasta donde el biquini me permitía. Disfrutaba del momento, como nunca hasta entonces lo había hecho. Ella parecía encantada con mi faena. Seguí untando sus piernas, dejando ir la mano hasta la hendidura de sus nalgas, en ese rincónoculto donde habita el placer, entre los muslos.

Estaba viviendo la película de mis fantasías. Me encontraba mucho más lejos del natural deseo y casi a punto de perder la cabeza. En palabras de nuestro viejo confesor, «sentía la malévola caricia de la lujuria que me atrapaba como un remolino y trastornaba mi interior». Tuve que buscar el alivio del mar para calmarme. Nadé un buen rato como si la vida me fuera en ello, y me quedé más tranquilo. Cuando volví a la hamaca, Maica no estaba; pensé que habría ido a darse un chapuzón y me puse a pensar en Olga, la chica del tocadiscos, que me había tenido en vela la noche anterior. Su recuerdo me infundía esa impresión tan agradable y positiva que transmiten algunas personas, la primera vez que las vemos. Pensaba que no tardaría en encontrar una chica, como ella, alegre y cariñosa, que me quisiera con la misma pasión que yo sentía, sin hacer caso de las prohibiciones frailunas que, durante tanto tiempo, me habían inculcado en el colegio. Era una percepción especial, mezcla de rebeldía, de bondad y de afecto, que no se me iba de la cabeza.

A mis diez y ocho años, no me había estrenado todavía; aunque estaba seguro de que, al lado de “El Colilla”, no tardaría en hacerlo. Pero necesitaba comprar preservativos: después de tantos años de represión, estaba convencido de que daría en el clavo a la primera y dejaría embarazada a la infeliz que cayera en mis manos. Eso significaría mi ruina y la suya para siempre. Regresó Maica y se tendió boca arriba, encima de la toalla, sin secarse. Yo seguía dándole vueltas a lo mismo. En Barcelona, no sería tan difícil como en el pueblo. Aquí nadie me conocía y me importaba poco que algún boticario santurrón me mirara con desprecio, cuando comprara los preservativos. Pensé encargarle a “El Colilla” una cajita, pero enseguida descarté la idea: a la primera ocasión lo hubiera soltado delante de cualquiera, sólo por hacer gracia.

Eran más de las tres cuando apareció con una lata de cerveza en una mano, y abrazando a la Merche con la otra.

—¿Hay hambre?

—Mucha —contestó Maica, mientras guardaba las toallas en la bolsa—.

El ambiente en El Pirata era asfixiante: olía a pimientos asados, muslos de pollo, costillas y conejo. Nos sentamos en un rincón oscuro y sucio y, aunque el recinto estaba abarrotado, no tardó en llegar el camarero con un bloc en la mano.

—Costillas con all i oli y pa amb tomaquet —pidió Emilio, consultándonos con la mirada—.

—¿Y para beber?

—Sangría —se anticipó la Merche—.

Yo no tenía demasiado apetito, pero la Maica fumaba con una mano y, con la otra, se empujaba una costilla tras otra, sin preocuparse de que un hilillo de all i oli le chorreara hasta el codo. Por hablar de alguna cosa, se me ocurrió contarles viejas historias del colegio: el frío, los castigos, las manías de los curas… Dije también, para hacerme el interesante, que recordar el pasado ayuda a liberarnos de él. Mis historias no eran muy divertidas; pero, cuando “El Colilla” salía con alguna de las suyas, las hacía reír. Sin hablar de su expulsión, les contó el día en que el Prefecto se presentó en el estudio con la poesía.

—¿Y cómo era aquel cura? —preguntó la Merche—.

—¿Cómo iba a ser? —contestó “El Colilla”—. Pues como todos: con su sotana hasta los pies, su coronilla y sus zapatos del cuarenta y seis.

—Quiero decir que si era carca o de la “nueva ola” —aclaró la muchacha—. Si era uno de esos curas que todo lo encuentran justificable y natural.

—No; aquel de moderno tenía poco —puntualizó—; era más bien retrógrado. Un cura fuerte y chaparro, de innegables raíces campesinas, con un olor a ajo que tiraba para atrás.

—Más o menos como yo, cuando me empiece a repetir el all i oli —intervino la Maica que se dio por aludida—.

Hice como si no hubiera oído el comentario, mientras las chicas, atentas a “El Colilla”, no paraban de reír. Cuando se terminaron las costillas y la sangría, Merche llamó al camarero.

—¿Algo más, señorita?

—Un café y un helado, por favor.

“El Colilla”, preocupado por el importe de la cuenta, interrumpió la petición.

—Éste es un restaurante casero, corazón mío. El café pase, pero “helaos” no tienen. Aunque tú no te preocupes: si te quedas con hambre, nos vamos a la playa y te pego un “sorbete”, que vas a flipar.

Y, mirando a las mesas de alrededor, recalcó.

—He dicho “sorbete”, con… “ese”. ¡Que nadie se confunda!

Se oyeron risas y hasta algún aplauso. “El Colilla” se levantó muy complacido, se alisó el pelo con las dos manos, y dio las gracias con una sonrisa y una inclinación de cabeza. Como un actor de teatro, en noche de éxito clamoroso.

 

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