“Barcos de papel” – Capítulo 04 d

4.- Las amigas de “El Colilla”.

El coche de “El Colilla”, aquel coche del que tanto presumía en su carta, era un viejo “Seiscientos” de color rojo rabioso, pintado a mano, con una abolladura en el lateral derecho que empezaba en la parte trasera y llegaba hasta el faro delantero. Lo bajó del bordillo y en el suelo quedó una preocupante mancha de aceite; pero “El Colilla”, sin concederle demasiada importancia, quitó la hojita que había en el parabrisas y la guardó en la guantera.

 

—Es una denuncia de hace unos meses. ¡La de multas que me han quitado! Pasan de lejos y no me multan.

Luego se echó a reír y completó la frase.

—Y si me ponen una multa, no la pago. Tengo una colección.

Subí al coche, giró en dirección a Hospitalet, bajó por la Riera Blanca y, en un abrir y cerrar de ojos, se detuvo frente a la Escuela Nacional Luis Vives ‑en la actualidad CEIP LLUIS VIVES‑ en la calle Canalejas. Pegó un par de acelerones para que el cocheno se calara, salió una nube de humo negro por el tubo de escape, se oyó una explosión y el cacharro se paró. Tocó el claxon y, al momento, aparecieron la Merche y la Maica con unas microscópicas minifaldas, unas enormes gafas de sol, unos pañuelos muy vistosos en la cabeza y zapatillas a juego. Parecían dos maniquíes de las “Rebajas de Verano” de El Corte Inglés.

Al verlas aparecer, “El Colilla” empezó su actuación.

—Alberto —dijo con mucho protocolo—, te presento a Merche y a Maica: dos “modelos” con un espléndido futuro por delante —subrayó el “por delante” con una carcajada—.

Ellas agradecieron el detalle y la Merche, más desenvuelta, dijo en voz alta con un contoneo provocativo.

—¡Eso! ¡Eso! ¡Modelos! ¡Que suene lo de modelos! ¡Que hay mucha envidia por estos barrios!

En realidad eran dos “camarutas” que servían copas en una conocida barra americana de la calle Buenos Aires: el Kentucky. Yo, por mi cuenta, nunca lo hubiera descubierto. El calificativo de modelos era una reticencia de “El Colilla” que, en riguroso secreto, me confesó al salir de la pensión.

En el colegio nos habían dicho que las “mujeres de la vida” tenían cara de viciosas y descarriadas. Yo esperaba que llevaran marcadas en su rostro las huellas del vicio y la depravación, pero las chicas eran dos “bollycaos” ‑como se dice ahora‑. Maica, la que me cayó en suerte, era una morena, trigueña, con ojos grandes y avispados, una blusa ligera muy escotada y una minifalda que le tapaba lo justo. No eran simpáticas, ni graciosas, y lo que decían tampoco tenía mucho interés; pero guapas, lo que se dice guapas, sí que lo eran. A cada uno lo suyo.

A “El Colilla” le gustaba enrollarse con ellas para llamar la atención y, de paso, ver si pillaba algo. Y las muchachas le seguían la corriente y se dejaban invitar, sin más obligaciones. Emilio abrió el capó, colocó los bolsos de las chicas junto a nuestras toallas y, de entre un montón de muestras gratuitas, sacó dos tubos de crema solar y le dio uno a cada una.

—Para que os portéis bien.

La Merche se sentó delante con “El Colilla”, y Maica y yo en el asiento de detrás. Antes de arrancar, Emilio sacó de debajo de su asiento una caja de cartón con cintas grabadas personalmente, y eligió una con un título muy original escrito en mayúsculas: LENTAS. Apretó un botón y en el radio casete empezó a sonar Je t’aime… moi non plus”.

La más bella canción de amor que se ha escrito en el mundo —aseguró “El Colilla”—.

Se detuvo en un semáforo, le dio un Ducados a la Merche y le pidió con voz cautivadora:

—¿Me lo enciendes, vida mía?

—¿Vida mía? Emilio, cómo estás esta mañana.

Merche encendió el cigarrillo y él le agradeció el detalle con un beso suave y prolongado. Tan prolongado, que el conductor del coche que venía detrás tuvo que frenar en seco y se puso a gritar como poseso.

—¡Puta envidia! —gritó “El Colilla”, sacando la mano izquierda por la ventanilla, con el puño cerrado y el dedo corazón apuntando hacia arriba—.

Tras una breve persecución, al estilo de French conexión ‑en la que el conductor del otro coche nos obsequió con una retahíla de selectos insultos‑, tomamos la autovía de Castelldefels, entre una marea de coches que iban a la playa. “El Colilla” estaba despendolado; cambiaba constantemente de carril sin poner el intermitente, se metía en el arcén y adelantaba por la derecha, hasta que algún conductor malhumorado nos pitaba, nos insultaba y le cerraba el paso; pero él no se cortaba lo más mínimo. Preguntó a las chicas qué les parecía ir a bañarnos al Tropical y después tomar unas costillas en El Pirata. Se lo comían a besos.

Cuando se terminó el casete, Maica se puso a cantarme, al oído, una coplilla que decía: «Entre una rosa y un cante, voy a quedarme a tu vera. Eres mi luna y mi amante, mi cariño y mi bandera…». No se lo tomé en cuenta; pensé que esa canción se la cantaría todas las noches a sus clientes, y seguí tan modosito, sin pasarme de la raya. No era cosa de que me pegara un corte la primera vez que la veía, pero le dije que cantaba como los ángeles. Ella, llevándose la mano a la boca, contestó.

—¿Falta mucho para llegar? Estoy muerta de sueño.

Casi dos horas nos costó recorrer los diecisiete kilómetros que hay hasta la playa, pero por fin llegamos. De milagro, pero llegamos. ¡Qué caravana! El coche se empezó a calentar y Emilio tuvo que abrir las ventanillas, poner la calefacción y darnos una explicación técnica.

—Así el agua se refrigera al pasar por el circuito. ¿Lo entendéis?

 

roan82@gmail.com

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