“Barcos de papel” – Capítulo 02 d

4.- Aquellas entretenidas tardes de lluvia.

Los días de fiesta, cuando llovía, el estudio se transformaba en sala de juegos. Había un armario lleno de juguetes: mecanos, damas, fichas, cromos, cochecitos, parchís… Nos poníamos en fila y, cuando llegaba nuestro turno, elegíamos el juego que más nos gustaba. El padre Velasco sólo nos ponía una condición: debíamos compartir los juguetes con los compañeros, y no estaba permitido jugar solo. Aquello parecía una colmena. Uno de los juegos preferidos era el mecano: construíamos puentes, grúas, coches… ‑algunos de ellos bastante meritorios‑. También nos gustaba jugar con una colección de fichas, parecida al Trivialactual,con preguntas y respuestas sobre animales y plantas. Aquel juego era de gran utilidad para aprender los nombres de los árboles y de los animales. Podían participar hasta seis alumnos. Cuando nos tocaba, cogíamos un cromo y leíamos el texto escrito al dorso: «Dan los mirlos sus conciertos en los teatros abiertos». Mirabas la lámina desplegable que ocupaba casi toda la mesa y, si sabías cuál de aquellos pájaros era un mirlo, le dabas la vuelta al cromo y lo colocabas en la casilla correspondiente. El juego finalizaba cuando la lámina estaba completa.

A veces, me pregunto cómo podíamos adaptarnos a un régimen de vida tan severo; pero, en otras ocasiones, pienso que, posiblemente, aquellos fueron mis mejores años. ¡Qué poco necesitábamos para ser felices! Aceptábamos con agrado aquella vida de exigencia, porque estábamos convencidos de que era para nuestro bien; para que el día de mañana fuéramos hombres buenos y de provecho.

Otras tardes, jugábamos al bingo: con su bombo, sus cartones y sus bolitas de madera. El padre Velasco lo llamaba “La lotería”. Antes de empezar, cogíamos del jardín unas ramitas de boj. El hermano Gutiérrez pasaba por las mesas, repartía los cartones y, cuando todos estábamos preparados, comenzaba la partida. El jefe de sala era el padre Velasco: giraba la manivela, sacaba la bolita y se la entregaba al hermano, que cantaba los números, sin la gracia de las “bingueras” actuales, ni mucho menos. Para que los cartones pudieran utilizarse en otras ocasiones, en lugar de marcar el número con rotulador poníamos encima una hojita de boj. Pero lo más interesante eran los premios: el bingo se pagaba con una imagen de la Virgen, de esas que se iluminan en la oscuridad; y la línea, con un escapulario o una medallita de la Milagrosa.

Allí encontré una comprensión desconocida: descubrí mis valores y conseguí la seguridad indispensable para afirmar mi personalidad. Había momentos en que quería estar solo; pero también me gustaba compartir juegos y secretos con los compañeros. Fue mi vacuna contra la vanidad y el egoísmo. Era estupendo vivir una vida sencilla, sin tantas complicaciones: sin familia, sin problemas, sólo con lo esencial. Allí hice mis mejores amigos. La confianza crece en el alma de los niños cuando juegan, sueñan y se sienten respaldados por una familia: de ahí nace el coraje y la ilusión por conquistar nuevos horizontes. Son requisitos tan comunes que muy pocos niños valoran el hecho de tenerlos; pero, los que crecimos sin ellos, percibimos esa intensa carencia en nuestro interior.

En el segundo año, me había adaptado a la vida en cautividad. En mayo, recibí carta de mi madre. Decía que mucha gente se estaba marchando del pueblo, en busca de trabajo; sobre todo, los hombres. La mayoría iba a Barcelona; pero otros emigraban a Francia o a Alemania, porque allí se ganaba más dinero. Algunos, hasta se habían comprado coche y empezaban a ahorrar para comprar un piso. En mi pueblo, no había pisos: todo eran casas viejas. Yo creía que los pisos eran unas viviendas muy modernas y que, por eso, estaban en las capitales. Ella también tenía un trabajo nuevo: la habían contratado para ayudar en la ropería del asilo de mi pueblo y estaba muy contenta. Le pagaban poco, pero pasaba el día fuera de casa y se libraba de la presencia de mi abuela. Le gustaba coser y bordar, y no le importaba vivir con las monjas de las que, según ella, cada día aprendía un montón de cosas. En mi pueblo, las monjas estaban muy bien consideradas: llevaban en la cabeza un tocado blanco, muy airoso; se sentaban en los primeros bancos de la iglesia, e iban a comulgar en fila, con las manos juntas y la cabeza baja, como los santos de las estampas.

Tanto “El Colilla” como yo guardamos un buen recuerdo de aquella etapa de nuestra vida. Me sentía apreciado por los maestros y por los compañeros; y, de no haber sido por el frío y la severidad del hermano Gutiérrez, podría decir que la mayor parte del tiempo fui feliz allí. No obstante, el miedo a las malas notas y a los castigos ejemplares, unidos a una incurable timidez, frenó el desarrollo de mi carácter.

 

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