“Barcos de papel” – Capítulo 02 b

2.- El año que se helaron las cañerías.

El hermano Gutiérrez nos despertaba con tres palmadas, rezando a voces un avemaría. ¡Qué sustos nos daba! Al levantarnos de la cama, nos poníamos el pantalón, los calcetines y las botas; y, en camiseta, nos dirigíamos a los lavabos. Yo los seguía sin decir una palabra, porque en el dormitorio tampoco podíamos hablar. Poníamos el dedo debajo del grifo y, como el agua estaba fría como el hielo, nos lavábamos los ojos con mucho cuidado. A veces, nos sorprendía el hermano Gutiérrez: nos metía la cabeza debajo del grifo y allí nos tenía hasta que rompíamos a llorar. Al salir del dormitorio, empezó a nevar. Hacía un frío negro. Me tapé las orejas con el cuello de la cazadora y noté que los pies se me congelaban.

Bajamos en filas a la capilla; después de misa, fuimos al comedor y pudimos calentarnos las manos con la taza de leche. ¡Qué delicia! Terminó el desayuno, sonó el silbato y cesaron las conversaciones. Nos pusimos en pie y permanecimos en posición de firmes, hasta que dimos las gracias por los alimentos recibidos. Salimos en fila hacia el patio, muertos de frío, con la cabeza baja y las manos a la espalda. Estaba prohibido meterse las manos en los bolsillos. En el patio, el hermano ordenó “romper filas” y los setenta y cinco chiquillos corrimos como locos hacia un pequeño recinto de una planta, estrecho y largo, al que se accedía por una vieja puerta de madera pintada de gris, que siempre estaba abierta. Si alguno nos hubiera observado, habría supuesto que nos perseguían o que teníamos mucha prisa por llegar. Les seguí sin saber adónde iban, y entré con ellos al recinto por no quedarme solo. ¡Qué mal olía!

Había una hilera de chicos de cara a la pared, quietos como estatuas, entre unas mamparas de mármol blanco; y detrás, había otra fila a la espera de ocupar su puesto. Nunca había visto unos urinarios y no me imaginaba qué podían estar haciendo allí mis compañeros. Cuando me tocó, me puse de cara a la pared para imitarles, pero no pude orinar. Hay cosas que no se pueden hacer con prisas, y rodeado de tanta gente. Tras unos instantes de permanecer quieto entre las mamparas, me di la vuelta y, aunque no me había sacado el pito ‑porque no tenía ganas de orinar‑, me sacudí la bragueta como hacían los demás y salí al patio tan campante. En la puerta, a mano derecha, estaban los que aguardaban turno ‑lo supe después‑ para “aguas mayores” ‑como el hermano Gutiérrez aconsejaba que llamáramos a tan elemental función‑.

Aquel invierno fue terrible: las fuentes se congelaron; el hielo reventaba las cañerías, el viento levantaba remolinos de nieve en las esquinas del patio y las hojas de los árboles parecían de cristal. A veces, en un rincón, entre las hojas secas encontrábamos un pajarillo muerto de frío, arrastrado hasta allí por la ventisca. Cuando no podíamos soportarlo, pedíamos permiso para ir a la enfermería, para que Yolanda nos untara las manos con algodones empapados en yodo y aliviar el dolor de los sabañones. No entraba en calor hasta que volvía a meterme en la cama, por la noche.

El invierno parecía interminable, sin una triste estufa ni un brasero. Cada mañana, a la llamada del silbato, formábamos delante de las clases para izar bandera y cantábamos el himno nacional con letra de Pemán. Después, en fila y en silencio, entrábamos en clase. “El Colilla” estaba en la “media” y a mí me pusieron en la “pequeña”. Don José, el maestro, me acompañó al pupitre el primer día, y permaneció a mi lado mientras rezamos un padrenuestro y un avemaría. Luego, nos sentamos. Pedro Torres, “El Sultán”, era el encargado de sacar del armario los libros de lectura y dejarlos sobre los pupitres. En clase estaba más calentito y leer se me daba bastante bien. Gracias a esa habilidad innata, pronto me convertí en un personaje popular. A las pocas semanas, el padre Velasco venía a buscarme a clase por la tarde, y me enseñaba a declamar discursos y poesías en su despacho.

No me fue fácil adaptarme a un régimen de vida tan exigente: tenía sólo siete años, me faltaba la seguridad que proporciona la familia, no estaba preparado para la vida de cuartel y, hasta entonces, había vivido pegado a las faldas de mi madre. Ella me lavaba con agua caliente, me vestía, me daba un trozo de pan con aceite, y se quedaba en la puerta de casa hasta que desaparecía camino de la escuela. La sobreprotección me había convertido en un niño dependiente: no sabía vestirme, ni atarme los cordones de los zapatos. El simple hecho de peinarme tenía para mí una gran dificultad; mi madre me hacía la raya en el lado derecho, para dominar el remolino de la frente; y mis compañeros se reían porque, según ellos, la raya a la derecha era de mariquitas.

En los momentos difíciles, recordaba sus palabras cuando hacía mi equipaje entre lloriqueos.

—Alberto, hijo mío, tienes que ser fuerte. Si los otros chicos aguantan la vida en el colegio, tú también podrás hacerlo. Somos muy pobres; pero, aunque Dios se ha llevado a tu padre, tú tienes que llegar muy lejos en la vida. Piensa en lo feliz que sería, si te viera.

Sacaba el pañuelo, se secaba una lágrima y, después, se sonaba la nariz. A veces, el abuelo se acercaba y le ponía la mano en el hombro, y le decía para darle ánimos.

—No tengas dudas. Este niño será médico o abogado; ya lo verás. No trabajará ni padecerá como nosotros hemos sufrido y trabajado. En esos colegios, cambian a los niños. Por poco que valgan, los vuelven del revés, como si fueran calcetines, y sacan de ellos lo mejor que llevan dentro.

Mi madre lo miraba en silencio, y se le iluminaba la mirada cuando pensaba en el día en que pudiera verme convertido en un hombre importante, como don Miguel, el maestro, o don Raimundo Vélez, el notario de Pinares.

Me costó mucho, lo sé; pero, como les sucede a la mayoría de los niños, conseguí adaptarme a aquella vida y, a los pocos meses, no echaba de menos vivir en libertad. Por raro que parezca, tampoco echaba de menos a mi madre. Procuraba pasar desapercibido y, como los estudios no se me daban mal, empecé a sentirme seguro e importante. Nunca estaba solo; siempre tenía a mi lado a Bautista, a “El Colilla” o a algún otro compañero que me escuchaba y al que podía contar mis inquietudes. Me sentía afortunado. (Releo lo que termino de escribir y no puedo evitar una sonrisa). ¡Afortunado! Me hago cruces al pensar lo que sería vivir en casa de mis abuelos y soportar las constantes críticas de la abuela.

—Yo creo que este muchacho no va a servir para estudiar —le repetía a mi madre constantemente—. Los estudios son caros y tú no tienes donde caerte muerta. Eso es cosa de ricos y nosotros no tenemos dinero.

Por suerte, no acertó. A los pocos meses, me había convertido en locutor oficial del colegio: el día de fin de curso, agradecí a las autoridades su presencia; declamé una poesía a la Virgen del Recuerdo; le di la bienvenida al señor Obispo, don Félix Romero Mengíbar, quien, al terminar, me llamó y me bendijo emocionado. Lo que no lograban los mayores con sus razonamientos, lo conseguían unas palabras aprendidas de memoria, que yo repetía sin entender la mayor parte de su significado. Pero, según el padre Velasco, lo importante era emocionar al auditorio. Si la gente lloraba, había alcanzado mi objetivo. ¡Lo que son las cosas! Aún conservo un recorte de periódico, con una foto mía leyéndole un discurso a don Felipe Arche Hermosa, Gobernador Civil de la provincia. Fue el último año; el año que cerraron el colegio.

 

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