Una historia que pudo ser la tuya.
1.- Los vilanos.
Cuando llegué al estudio, mis compañeros empezaban la letanía del rosario, que entonces se rezaba en latín. “El Colilla”, al verme, empezó a arrastrar la “ese” de forma exagerada y al poco rato todos decían «ora pro nobisssss», para imitarle. “El Colilla” seguía siendo el mismo demonio y, como en el pueblo, siempre salía airoso de sus travesuras. El hermano Gutiérrez se desesperaba, incapaz de descubrir al que había empezado; y, al terminar el rosario, nos tuvo dándole vueltas al patio hasta que quedamos agotados. Cada minuto que pasaba crecía mi admiración por “El Colilla”. Me di cuenta de que era el mejor árbol al que podía arrimarme y, desde entonces, procuré ser su amigo inseparable.
Después de la carrera que nos dio el hermano por el patio, regresamos al estudio de nuevo, y ensayamos unas canciones para la misa, y otras para cuando fuéramos a la sierra de excursión, en primavera. La tarde concluyó con una plática muy educativa del padre Velasco: nos dijo que estábamos allí para forjar nuestro futuro. Yo no entendía qué quería decir “forjar el futuro” y no me gustó que dijera que no debíamos comportarnos como los vilanos, esas semillas que vuelan sin rumbo por los aires, en busca de una tierra en la que echar raíces. A mí me gustaba jugar con los vilanos. Recordaba las tardes de verano, cuando los niños del pueblo corríamos tras ellos por el campo, los perseguíamos como si fueran mariposas; y, cuando lográbamos cogerlos, cerrábamos los ojos y pedíamos un deseo. Les llamábamos “angelitos”.Luego abríamos las manos, soplábamos y los veíamos alejarse, llevados por el viento. El deseo no se podía contar a nadie para que se cumpliera.
—No podéis ser volubles como los vilanos —insistía el padre—; sino fuertes y orgullosos, como esos castillos, edificados en las cumbres de las montañas, que resisten impasibles el embate del viento y las tempestades.
Montones de veces nos repetía que para forjar el futuro debíamos estudiar mucho, fortalecer nuestra voluntad, aprender una profesión que nos permitiera vivir honradamente, y dominar nuestras pasiones con la misma energía con la que se frena a un caballo desbocado. Al decir esto, echaba el cuerpo para atrás, cerraba los puños y hacía fuerza con los dos brazos, como si sujetara las riendas de un potro enloquecido. Todos le escuchaban con paciencia y atención, pero yo no entendía qué tenía que hacer para dominar mis pasiones y mi voluntad.
Era mi primer día en el internado y, aquella noche, probé las lentejas por primera vez; pero eso no tiene demasiada importancia; lo importante fue vivir una experiencia que, después de tanto tiempo, me estremece recordar. La noche estaba como boca de lobo, y el aspecto del camino era inquietante. Impresionaba el canto de un búho que anidaba en las ramas de un viejo castaño. Cruzamos el jardín sin luz apenas, y luego el patio de columnas, también a oscuras. Olía a incienso y cera. Era la primera vez que entraba en aquella estancia tan reducida. La capilla estaba alumbrada por la pavesa que lucía ante el Santísimo y una luz tenue al fondo del recinto. Nos arrodillamos. En la parte de delante, a la derecha, había una imagen de la Inmaculada Concepción. Seguíamos arrodillados cuando, desde detrás de la capilla, empezamos a oír la voz del hermano Gutiérrez, opaca y sorda, como si saliera de una tinaja.
—He de morir y no sé cómo… —decía con mucha parsimonia; permanecía unos instantes en suspenso, para que nos pusiéramos en situación, y volvía a decir con voz profunda—. Seré juzgado de Dios y no sé cuándo… —otra pausa y otro silencio—.
Un miedo helado e intangible se iba apoderando de mí.
—Si fuera esta noche, ¿qué cuenta le daría…? ¿Qué sentencia me tocaría? ¿Sería de salvación o de condenación?
Aquellas tétricas oraciones me tenían paralizado, se me clavaban en el fondo de la garganta y no me dejaban respirar; a pesar de todo, no me moví del sitio, ni lloré.
Pero lo mejor del asunto viene ahora: al terminar las oraciones, el hermano nos leía unas historias lúgubres, que parecían sacadas de una película de terror. Casi siempre trataban de lo mismo: un niño callaba, por vergüenza, un pecado en la confesión y, al poco tiempo, enfermaba de gravedad. Los padres avisaban al médico y éste les decía que se prepararan para lo peor. Llamaban al párroco, que le administraba los santos sacramentos; y, dos días más tarde, el niño fallecía. A los padres les quedaba la tranquilidad de que había volado al cielo con el Niño Jesús; pero, cuando unos días después se celebraba la misa por el eterno descanso de su alma, ocurría algo terrible. Un fuerte olor a azufre inundaba la iglesia; una mano de hierro atenazaba al sacerdote; y, desde arriba, se oía un grito lastimero que helaba la sangre de los fieles. Era la voz del niño que bramaba: «¡No recéis por mí! Ardo en los infiernos, por los pecados que callé en la confesión. ¡Estoy condenado para siempre!».
Pero lo mejor del caso es que el hermano Gutiérrez debía de creerse aquellas historietas, porque se metía tanto en el papel que parecía que le habían ocurrido a él. Hacía las pausas como si declamara y ahuecaba la voz con un tono profundo y tenebroso, imitando la de los condenados. Parecía que hablaba desde el fondo de un pozo. Con el tiempo, acabé por acostumbrarme; pero el miedo que pasé aquella noche nunca podré olvidarlo. Hay recuerdos que son como cicatrices que se graban para siempre en la memoria.
Se apagaron las luces del dormitorio y todo quedó en calma. De cuando en cuando, se oía toser a alguno de los niños, pero no estuve despierto más de diez minutos: después del madrugón y las emociones de aquel día, estaba agotado.