Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.
No sería aventurado afirmar que el otoño levanta más tristezas que entusiasmos. La pérdida de luz solar, la caída de la hoja y una climatología que ya empieza a ser adversa son unos malos augurios, entre otros, que anuncian el rigor del largo invierno. Argumentos, para defender las bondades del otoño, no faltan a quienes están enamorados de la vida, como es el caso de Ramón Quesada que, por añadidura, lo vive en la ciudad de sus amores, pleno de romanticismo y poesía.
◊
Otoño. He aquí algo indispensable. Si bien dicen de él, con cohibido recelo ‑eso desde luego‑, que es veleidoso y extraño, triste, húmedo y enajenado mental. Dicen que es un tanto tenue y un mucho excéntrico.
Pero cuando uno piensa en él, cuando uno pronuncia su nombre, tiene enseguida la apacible sensación del viento que acaricia, de la lluvia deseada, de la rumorosa frescura tan añorada, de la noche zalamera cargada de azules indecisos bajo una Luna sin brillos.
Siente uno la aflicción profunda de las hojas sin vida, que en silente siseo se mecen en el remolino hacia las tinieblas de lo indefinido. Siente uno la esperanza de un año más que se acaba, que nos hace más viejos y expertos. Piensa uno en su conciencia; sabe uno de poetas altruistas que escriben de penas. Siente uno que huelen los campos, ¡oh, los campos!; los campos huelen a todo: a lentiscos, a enebros, a romeros y a modo. A tierra agria que se hace madre de primaveras fecundas. Brillan en los campos, ingentes y rumbosos, los frutos de los olivos que se asoman a beber el verde‑plata de las hojas en sombras,
Así, a simple vista, parece que el otoño, tan omnisciente, es sólo congoja y melancolía, y sin embargo…
Y, sin embargo, el otoño en Úbeda se hace distinto: llega siempre impregnado de alegría de ferias. Olvida, por unos días, que su aparición es preámbulo del invierno arrebatado y violento. Es indiferente a los caprichos febriles y a los deseos desarreglados que la estación requiere; es ajeno, en fin, a las molestias de un otoño cualquiera, porque se vuelve feria. Y la feria, amigos, es un motor forjado de ilusiones, y cada revolución una carcajada sincera que el efluvio lleva a la patria de la felicidad. No una demostración cronológica de incidentes otoñales como algunos, desde retirado, creen. Eso, no. La feria de Úbeda se puede vivir con todo el encanto y coquetería climatológica que requiere el paso de la canícula al final del equinoccio. Con toda la agradable comodidad de una temperatura ideal, en la que no se puede salir en mangas de camisa por temor al resfriado, ni con abrigo por miedo al ahogo. Sólo es ir.
Y en el ferial, en ese reducto trágico y loco, alegre y divertido a la par, donde a la voz descompuesta del altavoz vocinglero envidiaría el zaherir del cancerbero en lucha con el virtuoso Hércules, donde el dios Hefesto añoraría la estridencia de toda esa médula de hierros con el tañer del yunque al forjar los rayos de Júpiter, está la finalidad primordial, el motivo, por el que un pueblo desprendido se aparta anualmente de su “recato” de siglos para divertirse, pese al calor diurno y al Valentín de la noche, del otoño festivo.
La feria de Úbeda ‑por último‑, tan prócer y tan llana, es también un esfuerzo de los hombres de esta tierra para la felicidad y regocijo de muchos forasteros que en esta ciudad residen o que en estos días nos honran con su visita. Nosotros, los de aquí, que conocemos mejor que nadie la largueza de nuestro espíritu, brindamos, no por la paz que nos caracteriza de siempre, no. La paz es calma, y calma ahora… Sino la amistad fraternal más noble, la convivencia entre los que llegan y los que están; esos que, con un modesto y particular granito de arena, han conseguido crear una montaña de méritos propios. Que han logrado hacer ‑valga la expresión‑, de un otoño vulgar, una estación deliciosamente traída y llevada por los vientos de la fama. Un otoño, eso sí, ni optimista ni ponderable, ni pesimista tósigo.
(29‑09‑1967).