Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.
La afición futbolera de Ramón no fue del todo conocida entre sus seguidores literarios. Su compromiso con el balompié no llegó a traspasar la grada, porque no puedo concebir su imagen corriendo tras una pelota. Llegó a ser presidente del club ubetense, librándole así de una más que segura extinción, y le dio letra al himno que compuso el maestro Manuel Herrera. Era una época en la que el Tranvía de la Loma era un aficionado más que se asomaba al estadio a su paso por la carretera lindera al actual Carrefour.
Pero no es esa la temática del presente artículo. Si tienes ganas, amigo lector, de reírte hasta la extenuación, no dejes de leerlo.
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Tras ímprobos esfuerzos y no menos dificultades económicas, el modesto club había conseguido ‑ilusión soñada‑ hacerse del traído y llevado compañero brasileño, moreno y joven. En realidad era un futbolista más, como tantos otros. Tenía sus tardes buenas, y otras menos; pero a la afición ‑voz y voto en los clubes, sin recursos propios‑ le agradó y… se quedó en casa. El sufrido y siempre resignado deportista respondió al llamamiento de la directiva por enésima vez. Se hicieron rifas, se celebraron verbenas en un céntrico local y se pidió dinero al lucero del alba; y, de esta forma, se pudieron reunir los doce mil “pavos” y la vespa. Porque el negro no podía pasar sin la vespa, que en realidad fue lo único que cobró. El intermediario ‑como le llaman ahora‑ se quedó con buena parte del dinero, con el achaque de que los telegramas valían una fortuna. Pero eso no importaba; lo esencial es que la afición quedase contenta.
Al rellenar la ficha y recoger las fotografías, la directiva le preguntó de qué jugaba:
—De “wimg” (delantero), de “insider” (defensa), de “half” (medio). De lo que quieran; a mí me da igual.
Quisieron delantero centro y, de este modo, pasó a dar color al equipo provinciano.
Vinieron periodistas, llegaron fotógrafos, y el negro se hizo blanco…, blanco de la prensa, blanco del público, blanco de las miradas femeninas. Al entrenador del equipo, se le dieron severísimas órdenes respecto al cuidado físico del moreno. Y lo tomó tan a pecho, que no le dejó fumar, no quiso que bebiera más que agua, no permitió que saliera a deshora y… casi no consintió que durmiera. Como un esclavo, ni más ni menos.
Cuando llegó el domingo de su debut, el público, que llenaba hasta “los topes” los graderíos del estadio, se frotó las manos, no precisamente de frío, y le dedicó un prolongado y unánime aplauso. El futuro fenómeno les saludó brincando y enseñando su blanca sonrisa.
A los pocos minutos del primer tiempo, en un maravilloso bordado de los zagueros, en magnífica ligazón con el interior izquierda, y, de éste al delantero de color, había servido para que el ariete introdujese el balón en la red de un certero “chupinazo”. Los jugadores abrazaron al autor del gol y le levantaron como si fuese una divinidad. La masa del pueblo ni qué decir tiene. Arrojaron las almohadillas, se tiraron cohetes, se quitaron las chaquetas y las izaron para arriba, mientras cantaban: «Alabí, alabá…».
—¿Te has dado cuenta? —dijo uno, llorando de gozo—.
—¡Estupendo! iPiramidal! —decía otro, saltando como un simio—.
—Este año a Segunda —profetizó alguien—.
—¡Viva el negro! —chillaba una peña—.
Siguió el juego entre la animación y el clamor de los seguidores. A los diez minutos escasos de la segunda parte, el conjunto de casa empezó a desconcertarse. No se ligaban jugadas, no se corría tras la pelota…, y los aficionados fueron aburriéndose y enmudeciendo. Luego, empezaron a sonar las palmas de “tango”, se rompieron las pancartas contra el suelo y contra las costillas de algunos y, para colmo de desgracias, el equipo forastero rebasó el marcador: 1‑2.
El negro se tornó más negro; ya no era el mismo; estaba materialmente agotado. Resultaba que, de lo dicho, nada. No hacía más que correr de un lado para otro, sin poder “catar” el esférico, como si se le hubiese perdido algo, a lo mejor la inspiración. Le llamaron para lanzar un penalti y… le dio al que vendía los caramelos. Llovieron caramelos y protestas.
Después, estalló la tormenta en las gradas. Se pegaban y se mordían con hidrofobia satánica; uno echó una piedra al campo y el árbitro lo cerró para quince partidos ‑quedaban nueve para terminar la Liga‑; otro se tiró al terreno de juego y de los pelos…
—¡Imbécil! ¡Sinvergüenza! —dijo uno—.
—¡Qué le quiten la vespa! —deseó una señora—.
—Este año a Regional —decían muchos—.
—¡Fuera el negro! —gritaba la peña—.
Terminó el encuentro con 1‑6 a favor de los visitantes, y muchos socios rompieron los carnés. Sin campo para jugar, sin directiva y sin los doce mil “del ala”, sin la vespa. Y, sobre todo, sin fenómeno negro y… con la negra esa…
(24‑10‑1958).