«En Úbeda, el deporte favorito es la envidia (sí, se dice que también en España), pero oculta y rastrera. La envidia que lleva al peloteo por sistema. El peloteo que lleva al intento de colocarse, situarse dentro de algunos círculos consagrados. Círculos consagrados que hacen a sus miembros “ubetenses de Úbeda” (definición del vocero especializado en autobombos dados y recibidos, personaje de sainete o de esperpento valleinclanesco)».
Lo anterior formaba parte de un comentario más extenso en el que reflexionaba sobre Úbeda y cierta clase de ubetenses… Me quedaba a gusto, lo reconozco, pero me cogió luego mi hora buena y decidí cambiarlo. Y lo torné por mejor honra de Úbeda a través de un ubetense alejado de los que iba descubriendo, por escribir sobre alguien que es ante todo buena persona. Singular persona.
Seguro que alguno de ustedes habrá contemplado la Semana Santa ubetense y en particular, en el Jueves Santo, el desfile procesional del Cristo de la Humildad con su cofradía. Esa cofradía lleva como avanzada del guión una eterna (y nunca desertora) banda de tambores y cornetas muy especial: son soldados romanos. Es su característica y el personal acude a verlos y oír sus toques también especiales. Hace algunos años que ampliaron la tropa, que ya se define como IX Centuria de la Legión Hispana, y llevan su centurión y sus enseñas. Cómo no fijarse en el portaestandarte, un sujeto de mosaica barba blanca: es Domingo Expósito.
Domingo vive en barrio antiguo, si no el más, de la ciudad: en la calle Afán de Rivera, que lleva o trae desde la antigua colación de Santa María de los Reales Alcázares a la de San Lorenzo, rozando la de Santo Domingo. Cuida en especial de su hermano, disminuido físico, al que lleva y trae en su furgoneta a los eventos locales que les merecen la pena. No es difícil encontrarlos en los partidos de fútbol del anterior o del actual club de la ciudad.
Tiene Domingo un sentido del mundo y universo que lo lleva a tratar de capturarlo. Pero no crean ustedes que se conforma con poco, no; él quiere llegar a la verdad de lo que existe, a la verdad de la razón del estar y ser, al sentido más amplio y cósmico de la vida. Quiere, tal vez, abarcar con su entendimiento y su sentimiento, con su limpia mirada, todo lo que significa el mítico Árbol de la Vida (otros le dirán Árbol de la ciencia del Bien y del Mal).
Domingo, en cuanto puede, busca. Para buscar, recorre. Para recorrer, viaja. Va más allá de los mares y fronteras en su peregrinación exterior e interior, como han hecho muchos y seguirán haciendo mientras el planeta tenga vida (o le dejemos tenerla). Marcha a los santuarios conocidos, donde hay quienes aseguran que confluyen circunstancias que los hacen especiales. Estos santuarios geográficos y también, a veces, religiosos reciben y emiten sinergias singulares, inequívocas para quienes las buscan con pureza de ánimo y corazón. Muchos van a ellos ya convencidos; otros se convencen al llegar; a otros (tal vez entre los que me encuentro) ni les atraen ni, de estar allí, llegarán a captar ese sentido oculto, pero también evidente si se observa bien.
Marchó Expósito en el otoño del año pasado a Nepal. Sí, ustedes me dirán que esa historia del Nepal y los hippies se la conocen de sobra (ya saben, su búsqueda tras el LSD y otros alucinógenos), que es una historia pasada, vieja y desacreditada ya. Cierto. Pero Domingo no es un hippy: es ubetense de Úbeda (de los de verdad) y él tiene sus propias ideas y su forma de vivir. Fue, como escribo, a contemplar el cielo del Himalaya, a veces límpido de un azul restallante y, a veces, amenazante, en aviso a los que creen que se pueden hoyar sus nieves, trepar sus riscos, beber de sus arroyos impunemente, y sin el debido respeto y sacrificio. Fue a meditar con los santones de piel arrugada y curtida al sol, con sus túnicas azafranadas o rojas, sus gorros de lana multicolores, sus sandalias y su quietud, quietud que se anda marcándole el paso al mundo y no al revés. Fue a las aldeas nepalíes, donde los mocosos de carrillos inflados y quemados se lavan directamente de los riachuelos con nieve líquida, que tal es agua y frío conjuntados, hábitat normal para ellos, que nada tienen sino a sí mismos y apenas nada necesitan. Son felices, sin embargo ‑nos dice Domingo‑; como creo que él lo fue (lo es) en aquellas alturas, por aquellas veredas pedregosas, metido en su tienda y aguantando cuando las cosas se ponían feas…
Nos ha traído, de allí, una colección de fotos magníficas; él se ha traído algo dentro de su corazón y dentro de su mente. «Siempre vuelves cambiado ‑dice‑ de cada experiencia»; y no fue esta última la que menos le
influyó. Pero sigue siendo Domingo Expósito, el de luenga barba, alba y bífida, el portaestandarte de la centuria romana que, de ir a una guerra de aquellas, creo lo habría pasado mal, pues la barba jugaría en su contra. Sigue siendo el ubetense lúcido y cumplido, educado, inteligente, que de todos es querido, porque tal vez la mayor sabiduría que le venga de sus partidas sea la de ser antes que parecer, querer antes que odiar, respetar antes que destruir. Y eso, bien entendido y practicado, funciona.