(Francisco Zurbarán)
El arte del siglo XVII en España está dominado por el poder omnímodo de la Iglesia católica, del que apenas se salva Velázquez, protegido por el culto Felipe IV y por su valido el conde‑duque de Olivares. Mientras en Europa se sigue recreando la mitología clásica y el desnudo forma parte del catálogo de muchos artistas, en España los templos y conventos proliferan como hongos, la imaginería religiosa sustituye a la escultura y en la pintura se imponen escenas vinculadas a la vida de Jesús o de la Virgen y de los santos, de manera edulcorada y falsa, tanto en las formas como en el fondo. Es la traslación de la más rígida y asfixiante Contrarreforma a las expresiones artísticas.
Y, entre los más afamados pintores, Zurbarán, que es el objeto de nuestro estudio hoy, llega al súmmum de su vinculación a la Iglesia y a las órdenes religiosas, convirtiéndose, a pesar suyo, probablemente, en auténtico vasallo de un mecenazgo oprimente, que tan solo le permite la ejecución de pintura religiosa (por su paleta desfilan todas las órdenes: mercedarios y dominicos, jesuitas y franciscanos, jerónimos y cartujos) y algunos bodegones, excelsos desde luego, que sirven para adornar la dura vida de los monjes. El resto de sus pinturas se convierte en mera anécdota que, en ocasiones, rebaja la calidad indudable del conjunto de la obra zurbarana (por ejemplo, “Los trabajos de Hércules” del museo del Prado).
Si tuviésemos que definir la pintura de Zurbarán, podríamos utilizar dos adjetivos de similar sonido, pero distinto significado[1]. Se trata de estático y extático. Y no está claro que el primero, estático, se refiera solo a la forma y el segundo, extático, al fondo, sino que el fondo y la forma se confunden o se entremezclan y se complementan en Zurbarán hasta formar un todo homogéneo. Apenas hay movimiento en sus figuras; parecen figuras de sal petrificadas, eternas, llenas de un éxtasis interior que no se manifiesta como en Bernini (“Éxtasis de Santa Teresa”), sino que se paraliza en la contemplación pasiva de Dios. Tampoco es el éxtasis que nos mostraba El Greco[2]: activo, dinámico, inflamado en sus figuras como flechas hacia el cielo; alejándose también del tremendismo de los mártires de Ribera. El de Zurbarán es un éxtasis sosegado, inmóvil, estático, aunque también haya alucinaciones en algunos de sus cuadros (la influencia del misticismo, representado fundamentalmente por san Juan de la Cruz, es bien perceptible). Posiblemente, ningún otro pintor, ni siquiera El Greco, haya alcanzado una interiorización ascética y mística tan profunda como Zurbarán, fruto, sin duda, del propio convencimiento y religiosidad del pintor extremeño. En ese sentido, nuestro pintor dota a sus personajes de veracidad religiosa, aunque faltos de autenticidad real. Son figuras irreales, refugiadas en su mundo interior, porque desconocen o no quieren contaminarse con la fea realidad que les rodea, sobre todo en la Sevilla de su época.
Tal es la vinculación de Zurbarán con los monjes que, Portela Sandoval[3], como tantos otros historiadores del arte, le llama “pintor de frailes”, definición inaceptable para Gaya Nuño[4], por lo despectivo del encasillamiento que se hace del pintor. La verdad es que, salvo algunas pinturas de tema social y las incursiones fallidas en otras temáticas, de la mano y bajo la influencia de su amigo Diego Velázquez, Zurbarán es, por antonomasia y quizás para bien de la pintura ‑no lo sé‑, un pintor de monjes.
El cuadro que presentamos se titula “San Hugo, en el refectorio de los cartujos” y se localiza en el espléndido museo de Bellas Artes de Sevilla, donde se enseñorea el mejor barroco andaluz. Fue pintado junto con otros dos (“Virgen de la Misericordia con cartujos” y “San Bruno y el papa Urbano II”) para la sacristía de la Virgen de las Cuevas de Sevilla; y su fecha, como en tantas otras ocasiones, está sujeta a controversia. Yo me fío de la opinión del recientemente fallecido (2010) Alfonso E. Pérez Sánchez, cartagenero ilustre y quizás el mejor conocedor del arte barroco español. Según este autor[5], la fecha de creación del cuadro sería la de 1655 (otros autores fijan la fecha en la década de los 30), argumentando que han desaparecido las huellas tenebristas de su primera época, aunque, por el contrario, existe un modelado y un detallismo que tampoco cuadran con los momentos más avanzados de su obra artística. En todo caso es una cuestión menor.
El cuadro representa la visita de san Hugo[6] al comedor de los cartujos, realizando el milagro de la conversión en cenizas de la carne que los monjes decidieron no comer en el domingo de quincuagésima[7]. Mientras dilucidaban la decisión de tomar en la fecha donde comienza la cuaresma, entraron en un profundo sueño del que les despertó la visita del obispo de Grenoble, san Hugo. Simboliza, pues, el triunfo de la abstinencia.
El lienzo, como casi todos los de Zurbarán, adolece de una composición arcaica y simple, sin profundidad, sin escorzos, sin perspectiva, sin puntos claros de fuga[8]. Este distanciamiento de las complejas composiciones barrocas hace preguntarse a P. Guinard si Zurbarán es verdaderamente un pintor barroco. Cronológicamente, desde luego que sí; pero las ideas del movimiento, del cambio, de la ilusión, de la “confusión” compositiva están alejadas de la obra de nuestro autor.
De todas maneras, en este cuadro, observamos tres planos:
1) San Hugo y su paje que llegan en ese momento al comedor.
2) Una mesa alargada en forma de L para dar algo de movimiento a una escena rígida, que se cubre con un mantel que llega casi hasta el suelo, sobre el que se colocan escudillas, jarras, panes y cuchillos, en un orden cuidado por el pintor.
3) Un tercer plano en el que aparecen los monjes, presididos por san Bruno, fundador de la orden, con la mirada inclinada, en actitud, quizás, de esperar la bendición de los alimentos proporcionados por el obispo en sustitución de la carne.
Aparte de esos planos, la pequeña estancia solo interrumpe su austeridad por medio de un cuadro colgado en la pared con la Virgen y el Niño y san Juan Bautista. A la derecha de la pequeña habitación, hay una puerta, a través de la cual se observa la fachada de una iglesia, pero desde la que no entra luz, porque ésta se genera en el interior del pequeño comedor.
Estas deficiencias compositivas contrastan con la maestría en el empleo del color. En el cuadro que nos ocupa, utiliza gamas de blanco (hueso, marfil, calizo, lirio…) y de grises, que le dan una radiante luminosidad y una claridad cromática, únicas en el panorama pictórico del momento. Tan solo el cuadro mencionado anteriormente (un cuadro dentro del cuadro) rompe con esas tonalidades claras, mostrándonos un colorismo vivo y cálido, propio de etapas más avanzadas de la obra de Zurbarán.
Por otra parte, el pintor da una gran importancia al volumen en sus personajes, que parecen esculturas impasibles, hieráticas, sublimes en su ascética quietud, en su convencimiento de eternidad, que me recuerda la imagen bíblica de la mujer de Lot convertida en estatua de sal[9].
Y remata el cuadro con la inclusión de cacharros y panes de una perfección extraordinaria, que han hecho afirmar a Juan Antonio Gaya Nuño que no se trata de naturalezas muertas, sino bien vivas por la magia de uno de los más grandes bodegonistas españoles.
No podríamos finalizar el comentario sin incluir la indudable influencia de Zurbarán en la pintura moderna. Si de Hals, Rembrandt, Vermeer, Velázquez, Goya… afirmamos su aportación al impresionismo, no es menor el influjo de Zurbarán en pintores como Cézanne, el gran pintor postimpresionista y precubista, cuya deuda con nuestro pintor extremeño ha sido resaltada por muchos historiadores, señal inequívoca de la modernidad de Zurbarán.
Cartagena, 31 de marzo de 2014.
[1] Estas palabras reciben el nombre de parónimas por parte de los lingüistas.
[2] Acordémonos de “La adoración de los pastores”, hace poco analizada en esta serie de Mis pinturas favoritas.
[3] Portela Sandoval: “Grandes maestros de la pintura barroca española (s. XVII)”. Ed. Vicens Vives, 1989.
[4] Introducción por Gaya Nuño al tomo dedicado a Zurbarán en “Los clásicos del arte”. Ed. Planeta, 1998.
[5] Alfonso E. Pérez Sánchez: “Pintura barroca en España” (1600-1750). Edic. Cátedra, 1992.
[6] S. Hugo era obispo de Grenoble, en cuya diócesis se fundó la orden de los cartujos por parte de S. Bruno y otros compañeros en 1084.
[7] El domingo de quincuagésima, según la liturgia, se sitúa cincuenta días antes de la Pascua de Resurrección, cuando comenzaba el ayuno y la abstinencia de la cuaresma.
[8] Si acaso, escapa a esta simplicidad compositiva su “Apoteosis de Santo Tomás”, inspirada con toda seguridad en “El entierro del conde de Orgaz” de El Greco.
[9] ¿Sería descabellado apelar a la influencia bizantina en estas figuras imperturbables, llenas de eternidad (“El séquito de Justiniano o de Teodora”), e incluso desviar la mirada hacia ciertas esculturas egipcias? El arte no tiene fronteras cronológicas y toda obra maestra, y ésta lo es, lleva incorporado un bagaje que a menudo desconocemos.