La actitud de Cervantes ante la expulsión de los moriscos, 05

5. El exiliado morisco.

El s. XVII fue difícil para la Corona Española por la crisis económica que sufrió, las guerras europeas, las amenazas exteriores de piratería, el ascenso de la hegemonía francesa y el progreso del protestantismo.

Si en la Historia del cautivo hemos intuido las razones que a Cervantes le aconsejaban considerar que los cristianos y los moros convivían respetuosamente, aquí seguimos con ese asunto, aunque ahora con más intensidad. El contexto entre 1605 y 1615 estaba inundado por una propaganda popular, eclesiástica y estatal, anti‑musulmana; y la literatura también se impregnó de este ambiente. Sin embargo, Cervantes podía estar en contra de él y, por supuesto, en contra del decreto de expulsión de los moros, por estas tres razones:

1.    Porque los moros se consideraban comunidad productora del conjunto hispánico, y no otro pueblo.

2.    Porque, socialmente, los moros estaban bien avenidos con los cristianos.

3.    Porque los moros fueron durante ocho siglos dueños y señores de gran parte del solar peninsular, que algunos cristianos también compartían.

El encuentro entre Sancho y su vecino Ricote es inesperado. Conviene aclarar que Sancho acababa de perder el gobierno de su “ínsula Barataria” y, en cierto modo, esta circunstancia puede ser un reflejo de la pérdida de la “ínsula Hispana” que muchos moros hubieron de cumplir, tras el edicto de expulsión. Es un entorno que ayuda a ambos antiguos vecinos a sentirse embargados por la misma emoción.

«Sucedió, pues, que no habiéndose alongado mucho de la ínsula de su gobierno ‑que él nunca se puso a averiguar si era ínsula, ciudad, villa o lugar la que gobernaba‑, vio que, por el camino por donde él iba, venían seis peregrinos con sus bordones, de estos estranjeros que piden la limosna cantando, los cuales, en llegando a él, se pusieron en ala y, levantando las voces todos juntos, comenzaron a cantar en su lengua lo que Sancho no pudo entender, si no fue una palabra que claramente pronunciaba limosna, por donde entendió que era limosna la que en su canto pedían; y como él, según dice Cide Hamete, era caritativo además, sacó de sus alforjas medio pan y medio queso, de que venía proveído, y dióselo, diciéndoles por señas que no tenía otra cosa que darles» (54, II).

Tras el reconocimiento ya referido entre ambos vecinos, conviene puntualizar que, desde el comienzo, la familiaridad y confianza sin ambigüedades, entre ambos, es notoria:

«—Si tú no me descubres, Sancho —respondió el peregrino—, seguro estoy que en este traje no habrá nadie que me conozca; y apartémonos del camino a aquella alameda que allí parece, donde quieren comer y reposar mis compañeros, y allí comerás con ellos, que son muy apacible gente. Yo tendré lugar de contarte lo que me ha sucedido después que me partí de nuestro lugar, por obedecer el bando de Su Majestad, que con tanto rigor a los desdichados de mi nación amenazaba, según oíste». (54, II).

A lo que Sancho, más adelante, responderá:

«[…] conténtate que por mí no serás descubierto». (54, II).

Pero conviene ahora detenernos en el contenido del ágape.

«Tendiéronse en el suelo y, haciendo manteles de las yerbas, pusieron sobre ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso, huesos mondos de jamón, que si no se dejaban mascar, no defendían el ser chupados. Pusieron asimismo un manjar negro que dicen que se llama cabial [caviar], y es hecho de huevos de pescados, gran despertador de la colambre [sed]. No faltaron aceitunas, aunque secas y sin adobo alguno, pero sabrosas y entretenidas. Pero lo que más campeó en el campo de aquel banquete fueron seis botas de vino, que cada uno sacó la suya de su alforja; hasta el buen Ricote, que se había transformado de morisco en alemán o en tudesco [natural de cierto país de Alemania, en la Sajonia inferior], sacó la suya, que en grandeza podía competir con las cinco» (54, II).

Se habla de hueso de jamón, porque ya no les queda más remedio que chupar y disfrutar de su agradable sabor, tras haberse comido la carne de cerdo; y se habla de consumo abundante de vino. Ambos alimentos, prohibidos por el Islam y permitidos en la cultura cristiana, simbolizan la raya que separa a unos creyentes de otros. Cuando esa raya se difumina, se produce una cierta simbiosis entre ambas maneras de entender las normas religiosas. Hay que pensar que no tiene por qué producirse un rechazo total de las anteriores creencias y comportamientos. Puede haber simulación, acomodación, aceptación parcial… Por el contrario, la aceptación total de una u otra opción creyente seguiría exigiendo la línea de separación que distinguiese unos comportamientos de otros.

Ricote, aunque perjudicado por el edicto de expulsión, no deja de reconocer que tenía fundamento. Lo cual puede entenderse como la manifestación de un cristiano:

«[…] me parece que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algúnos había cristianos firmes y verdaderos; pero eran tan pocos que no se podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa» (54, II).

Por eso, Ricote, cristiano y español convencido, destaca la nostalgia que siente por su familia y por su patria:

«Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea, y en Berbería, y en todas las partes de África, donde esperábamos ser recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el deseo tan grande, que casi todos tenemos de volver a España, que los más de aquellos, y son muchos, que saben la lengua como yo, se vuelven a ella, y dejan allá a sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y agora conozco y experimento lo que suele decirse: que es dulce el amor de la patria» (54, II).

No podemos encontrar cita más significativa sobre la relación de los moriscos con la nación española. La sienten como propia, tanto, que son capaces de abandonar a su familia por regresar al lugar de nacimiento y vida.

Ricote retorna a buscar sus tesoros escondidos. El relato que Sancho le hace sobre su mujer Ricota y su hija Ana Félix, cuando se marcharon del pueblo, es de una entrañable belleza:

«[…] y séte decir que salió tu hija tan hermosa, que salieron a verla cuantos había en el pueblo y todos decían que era la más bella criatura del mundo. Iba llorando y abrazaba a todas sus amigas y conocidas, y a cuantos llegaban a verla, y a todos pedía la encomendasen a Dios […] y esto con tanto sentimiento que a mí me hizo llorar […]. Y a fee que muchos tuvieron deseo de esconderla y salir a quitársela en el camino; pero el miedo de ir contra el mandato del rey los detuvo» (54, II).

En el capítulo 63, forzando un tanto la situación, el autor quiere concluir y no dejar deshilados los flecos de la historia de Ricote y, en medio de una batalla naval, el general del bergantín español captura a unos corsarios de Argel, cuyo arráez o capitán del barco resulta ser la bella hija de Ricote, Ana Félix, la cual se apresura a dejar clara su postura, según ya hemos citado, como «hermosa morisca» no descarriada.

Ricote, todo feliz, confiesa tanto al general como al virrey de Barcelona:

«—Ésta, señores, es mi hija, más desdichada en sus sucesos que en su nombre. Ana Félix se llama, con el sobrenombre de Ricote, famosa tanto por su hermosura como por mi riqueza. Yo salí de mi patria a buscar en reinos estraños quien nos albergase y recogiese y, habiéndole hallado en Alemania, volví en este hábito de peregrino, en compañía de otros alemanes, a buscar mi hija y a desenterrar muchas riquezas que dejé escondidas. No hallé a mi hija; hallé el tesoro, que conmigo traigo, y agora, por el estraño rodeo que habéis visto, he hallado el tesoro que más me enriquece, que es a mi querida hija. Si nuestra poca culpa y sus lágrimas y las mías, por la integridad de vuestra justicia, pueden abrir puertas a la misericordia, usadla con nosotros, que jamás tuvimos pensamiento de ofenderos, ni convenimos en ningún modo con la intención de los nuestros, que justamente han sido desterrados» (63, II).

Ricote afirma ante las autoridades cristianas que los moros han sido «justamente desterrados». Es un argumento contundente para conseguir su exculpación, porque «jamás tuvimos pensamiento de ofenderos, ni convenimos en ningún modo con la intención de los nuestros». Él se confiesa morisco, o sea, ‘moro bautizado’, y quiere quedarse en España, aunque formalmente tenga muchas coincidencias con los que él llama “los nuestros”: los moros.

Esta solicitud de Ricote choca con el tema del destierro y puede entenderse como una referencia del pensamiento de Cervantes, quien creyó en una solución intermedia frente a la aplicada por Felipe III: permitir la estancia morisca en España, para que su asimilación al catolicismo se fuera haciendo paulatinamente.

Con Ricote, ejemplo de muchos moriscos castigados, Cervantes ha sabido dibujarnos a un personaje lleno de tanta humanidad, que nos arranca toda la simpatía y lástima de nuestro pecho.

Otra ironía cervantina se produce cuando el loco caballero andante es derrotado definitivamente en las playas de Barcelona por el enigmático Caballero de la Blanca Luna, su paisano el bachiller Sansón Carrasco.

«Y una mañana, saliendo don Quijote a pasearse por la playa armado de todas sus armas, porque, como muchas veces decía, ellas eran sus arreos, y su descanso el pelear, y no se hallaba sin ellas un punto, vio venir hacia él un caballero, armado asimismo de punta en blanco, que en el escudo traía pintada una luna resplandeciente» (64, II).

Don Quijote, el loco guerrero, es vencido por un personaje que utiliza como símbolo propio el mismo del Islam: una creciente luna, blanca y brillante en el trasfondo de la noche…

Podemos concluir que la Razón de Estado que ordenó la expulsión de los moriscos no convence a Cervantes, por todos los motivos explicados.

 

berzosa43@gmail.com

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