Decía don Salvador de Madariaga que el pecado del español era la envidia. James Joyce nos adjudicó la ira, olvidándose de la envidia puñetera; y Camilo José Cela dice que, mucho peor que el pecado de envidia, es la mezcla nociva de la envidia con la majadería. Y, para demostrarlo, cuenta el viaje de un grupo de españoles a Estocolmo para impedir que a don Benito Pérez Galdós le concedieran el premio Nobel. Seguramente regresarían tan felices al haber conseguido su propósito.
Creo yo que, a nuestra edad, no estaría mal despojarnos de esas bajas pasiones y disfrutar de la plácida vida del jubilado. Al fin y al cabo, la vida es sólo un soplo, un casi, un apenas. Un viaje en el que sólo hay billete de ida. Una botella con cierre irrellenable que, el día menos pensado, se vacía y… adiós muy buenas. Se acabaron las envidias.
Se envidia a los famosos porque tienen casas, lujo, dinero, mujeres. Nadie piensa en que no pueden parar; en que no les permiten que se paren; tienen que seguir mientras el cuerpo aguante. Julio Iglesias cumplió en septiembre setenta años. Yo pienso que en algunos momentos odiará ese dinero que no le permite comprar lo que antes tenía gratis, un poco de paz. La imagen que tengo de un jubilado es la de una persona, buena y sencilla, a la que todos le dicen que no aparenta la edad que tiene. El jubilado es la envidia de la juventud. Es como el héroe de una película de Hollywood. El jubilado que está en sus cabales es la alegría de los que viven a su lado. Si le gusta la fotografía, se compra una cámara y hace fotos a los nietos, a los árboles, a las puestas de sol y a todo lo que se cruza delante del objetivo. A la mujer no; él lo intenta, pero ella siempre sale con lo mismo:
—¿Tú estás bien de la cabeza?
—Pues yo no te veo mal —responde él—.
Y ella contesta:
—Anda, vete al parque a dar una vuelta, que cada día estás peor.
Así son la mayoría de jubilados: nunca se aburren ni se meten con nadie. Se apuntan a un club ‑de tenis por ejemplo‑, discuten mil veces si la bola ha tocado la línea o se ha ido fuera; pero, después del partido, se sientan en la terraza a tomar una cerveza y a hablar de aquel examen que aprobaron gracias a un amigo; del capitán que les tocó en milicias; de aquella chavala tan joven que conocieron en Zaragoza; del primer trabajo; de sus nietos y de cómo crearon su propia empresa.
Pero hay otro tipo de jubilados no tan saludables ni bondadosos: son los jubilados agresivos, los “meteculpas”, los descalificadores. Son los jubilados que cada mañana le echan, al café, leche de pantera. Son esos jubilados a los que nada les gusta y a los que nada les parece bien. Los que viven cabreados con el mundo, los soberbios, los insolentes, los intratables. Los que dan pena. No les gusta el deporte ni la fotografía. Sólo disfrutan tocando los dídimos del prójimo. No pueden vivir en pareja, ni son capaces de amar a nadie. La mujer se ha planteado abandonarlos un montón de veces. Acaban solos: sin familia, sin hijos, sin nietos y, posiblemente, sin domicilio. Conozco a más de uno. Viven amargados y disfrutan amargando la vida a los demás. Saben de todo y hablan mal de todo: del gobierno, de la religión, de sus compañeros… En una palabra: se pasan la vida dando el coñazo a todo el que les presta un minuto de atención.
Decía Unamuno que «la envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque la envidia es hambre espiritual». Por odio y por envidia se intenta destruir al otro, cuando no se es capaz de conseguir lo que él tiene.
—¿Por qué quieres comerme? —preguntó la luciérnaga─.
—Porque no soporto verte brillar ─respondió la serpiente—.
No hace mucho, me lo comentaba un compañero vecino de esta página: «Si eres hombre de éxito, te perseguirán». La envidia es odio, es un deseo de destrucción. «Tristeza del bien ajeno» (decía el catecismo). Los mayores crímenes se cometen por envidia: estafas, maltratos, violaciones. Se trata de acabar con lo que tiene el otro. Así se sienten importantes. Pero lo peor de estos psicópatas es que no son conscientes de que lo son. Piensan que los enfermos son todos los demás. Hitler murió convencido de que la culpa de la derrota era de sus generales. Si van a un restaurante, protestan porque el vino está picado, porque la carne no está en su punto, porque la merluza es congelada y porque la fruta no sabe a nada.
Y no es que sean gilipollas, no: hay casos en que la gilipollez encierra un agradable fondo de bondad. ¿Quién no ha oído decir alguna vez?: «Mi marido parece gilipollas, de tan bueno que es». Por tanto, sería injusto calificarlos de forma tan considerada. Estos engendros se vuelven, con los años, más irritables y más hirientes. Saben que su final es vivir solos y expulsados de cualquier círculo de convivencia. Son depresivos culpables y suelen acabar afectados por alguna enfermedad psicosomática.
Si os tropezáis con alguno de estos neuróticos que ocultan su afán de aceptación con broncas y descalificaciones, no intentéis razonarles; no os enfrentéis a ellos. No vale la pena. Son dignos de lástima; haced como si no existiesen, y tened en cuenta que, si en realidad pensaran que sois unos fracasados, como ellos, si no os consideraran importantes, si no os tuvieran envidia por ser como sois, no os prestarían la menor atención. Son gente tóxica en su última fase de deterioro mental.
No lo digo yo. Lo he leído en este libro, que hace tiempo que cayó en mis manos y que sinceramente os recomiendo. Si se han vendido doscientos cincuenta mil ejemplares, por algo será. Mi abuela, la pobre, siempre lo decía:
—Hay más locos en la calle que en el manicomio.
Barcelona, 9 de diciembre de 2013.