El dilema de Ignacio de Loyola

Las órdenes religiosas suelen estar compuestas por hombres o mujeres, por clérigos o seglares. Hay, por ejemplo, una segunda orden dominica para mujeres y una tercera para seglares, gobernadas por separado bajo las normas y preceptos de santo Domingo. En cambio, la orden de los jesuitas es para hombres exclusivamente. Bueno, no tan exclusivamente. Si leyera estas líneas el padre Mateo Sánchez S. J. estaría de acuerdo conmigo, sencillamente porque el padre Mateo no fue un hombre. El padre Mateo Sánchez fue la infanta Juana, hija del emperador Carlos V y hermana del rey Felipe II. Viuda del príncipe de la corona de Portugal y regente de España, el padre Mateo Sánchez, o sea, la infanta Juana, obviamente fue mujer y también jesuita.

Poco después de su fundación, los afiliados a la Compañía de Jesús se multiplicaron gracias a sus relaciones sociales y al apoyo económico de sus patrocinadores. Los contactos de Loyola incluían a figuras tan poderosas como el Papa, los reyes de España y Portugal, e incontables figuras menores, como duques, condes, cardenales y personajes de la aristocracia. El rey Juan III de Portugal dijo, en una ocasión, que le gustaría recibir a toda la Compañía de Jesús, aunque le costara la mitad de su imperio. A pesar de la regla de pobreza impuesta por Ignacio de Loyola, la Compañía no tardó en contar entre sus afiliados con apellidos tan ilustres como Borgía, Acquaviva, Bellarmine, Gonzaga… Si bien todos se desprendían de sus riquezas para ingresar en la orden, ninguno abandonaba sus apellidos ni sus contactos sociales, de los cuales, lógicamente, se beneficiaba la Compañía.

Pero, a veces, estas relaciones acarreaban a su fundador algún dolor de cabeza. Ignacio debía de estar encantado de que una dama tan importante como la infanta Juana de Austria le apoyara, hasta que le manifestó su deseo de ingresar en la Compañía de Jesús. Sabiendo cómo son hoy las mujeres, nos podemos imaginar cómo serían las reinas en aquel tiempo. A ella, el hecho de ser mujer no le parecía ningún obstáculo y, posiblemente, estaría convencida de que una personalidad arrolladora como la de Ignacio no se detendría ante una cuestión de tan poca importancia. Total, ¿qué más daba hombre que mujer? ¿En qué cabeza cabía que pudiera ser reina, pero no jesuita?

Pero el que debió de pasar más de una noche sin dormir fue san Ignacio. Para él, aquella situación era un dilema: si negaba a la infanta la admisión en la Compañía podía provocar el enojo de la casa real (a las casas reales nunca les ha gustado que los curas les vinieran con caprichitos); y, si la admitía, se arriesgaba al terrible escándalo que le organizarían las malas lenguas y los combativos dominicos. Eso, sin contar con su real hermano, su imperial padre, o el público europeo en general, que hubieran organizado la mundial de haberse enterado que los jesuitas habían admitido en la orden a una mujer. Una mujer, cuya amistad personal con Ignacio era muy conocida.

Doña Juana fue admitida, con la condición de que el hecho se mantuviera en riguroso secreto. Ella siguió manejando los asuntos del reino y disfrutando de su posición privilegiada, como la única mujer afiliada a la Compañía de Jesús, que tanto admiraba. Debió de ser un alivio para Ignacio y su círculo más próximo que ningún jesuita despistado le preguntara dónde se encontraba el misterioso padre Mateo Sánchez, a la hora de ir al comedor, a la capilla, o al patio de recreo.


Barcelona, 2 de diciembre de 2013.

 

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