La muerte de la Virgen

(Caravaggio)

Hay muchas personas relevantes en su tiempo que han pasado a la historia como malditos. Ha sucedido con escritores, filósofos, políticos y también pintores. Un buen ejemplo es Michelangelo Merisi, “Caravaggio”, que toma su nombre artístico de su lugar de nacimiento, un pueblo cercano a Milán. A esa leyenda de maldito contribuyó no poco su carácter rebelde e, incluso, pendenciero; pero también su inconformismo ante la vida y su actitud revolucionaria en la concepción de la pintura, como técnica y como mensaje estético y social.

 

Aunque creció en el entorno de la influencia de Leonardo, prefirió, más que sus contraluces suaves y neblinosos, los contrastes violentos de la luz y de las sombras, más propios de los venecianos (Bassano y Tintoretto, sobre todo. Aquel, por sus contrastes lumínicos; este, además, por su composición en diagonal. De Tiziano, a través de su discípulo Peterzano, aprendió la utilización del color que utilizó de manera desgarrada, como expresión de su personalidad agresiva).

Su ruptura con el Renacimiento y con el Manierismo se hace especialmente violenta, desde el punto de vista técnico. Caravaggio desprecia (o no se interesa) por los modelos clásicos o la belleza ideal. Con rotundidad, piensa que asustarse de la fealdad es una flaqueza despreciable. Lo que desea es la verdad, fuera de todo convencionalismo, por lo que algunos analistas pensaron que no sentía respeto por la tradición o por la belleza. ¿Era un provocador o simplemente tenía una concepción distinta de la vida, del arte y de la realidad? ¿La Biblia es como nos la han contado la mayoría o como la pinta Caravaggio? Para él, los personajes son vulgares jornaleros; no los concibe vestidos con ropajes hermosos. Y, según Gombrich, esta concepción de la pintura se alimenta de una luz dura y casi cegadora que contribuye a dotar al escenario de ese naturalismo, de esa veracidad que él perseguía con gran honradez. De ahí su gran aportación a la pintura: el Tenebrismo y el Naturalismo, de cuya influencia no escaparán pintores tan excelsos como Frans Hals, Rembrandt, George de la Tour y los españoles Ribalta, Ribera, el gran Velázquez de su primera época, Murillo y Valdés Leal.

Por otra parte, desacralizó los temas religiosos como es buen ejemplo éste que comentamos. La incomprensión ante sus obras religiosas era consecuencia de las tendencias estrictas e intolerantes de la Contrarreforma. La sombra del Concilio de Trento es tan alargada que, en algunos aspectos y en determinados círculos religiosos, llega hasta ahora (aún recuerdo algunos comentarios de sacerdotes sobre el Concilio Vaticano II. Venían a decir que las medidas de modernización que se propiciaban desde el concilio no había que tomarlas muy en serio, porque procedían de un Papa viejo y poco informado).

La muerte de la Virgen o La dormición de la Virgen o, incluso, El tránsito de la Virgen, fue un cuadro pintado por Caravaggio hacia 1605 y destinado a ser colocado en un altar de la iglesia de Santa María de la Scala, en el Trastevere de Roma; pero fue rechazado por los carmelitas descalzos que regentaban el templo, al considerar que era ofensivo que María estuviese representada, al parecer, por una ¿prostituta? (se ha discutido hasta la saciedad sobre el modelo que representa a la Virgen, sin llegar a ningún acuerdo; pero lo que está fuera de duda es que Caravaggio no pretende faltar al respeto a la madre de Jesús, sino representar con verdad y autenticidad la muerte de una madre pobre en un ambiente pobre, como sería en los tiempos en que vivió María), y también por sus pies descalzos y amoratados, su rostro abotargado (aunque sereno y dulce, con la dulzura de una mujer pobre y desahuciada) y el vientre hinchado, posiblemente porque la modelo había sido recogida del Tíber, ahogada. Imposible de aceptar para unos pobres monjes imbuidos de espíritu tridentino.

Caravaggio desacraliza la escena en el sentido tradicional y lo que hace es recrear una angustiosa experiencia, como es la muerte de una persona pobre, en una vivienda pobre, reflejando el dolor humano de gentes pobres del pueblo que sufren con la desaparición de un ser querido [aún no se tenía conocimiento teológico de la Asunción de María a los cielos] (es preciso tener en cuenta que el dogma de la Asunción de la Virgen no se adopta hasta mediados del siglo XX [exactamente el 1 de noviembre de 1950, por decisión del Papa Pío XII, casi un siglo después de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción en 1854]). Y se impone la crudeza y el desconsuelo entre los asistentes al entierro. Una escena de auténtico dolor expresada con un naturalismo desgarrado (como sucede en la realidad cotidiana) que, sin duda, conectaría mejor con el entorno vital de la época en que vivió la Virgen, que con los palacios donde residen los jerarcas de la Iglesia. La discusión es ineludible. Yo sé por quién tomo partido.

Se impone una reflexión de fondo. Se ha acusado a Caravaggio de mal gusto, de pintura a lo plebeyo; pero es natural. La vida aristocrática (tanto de la nobleza como de la Iglesia), los palacios, los seres idealizados, tan frecuentemente plasmados en la Historia del Arte, no suelen ser reales. Él sí es real; pero se aparta de las cortes (eclesial o nobiliaria) para instalarse en el pueblo del que se siente parte. De ahí la crítica de los poderosos; de ahí la tardanza en ser apreciado y reconocido; de ahí su destino de “maldito” de la Historia.

Pero vayamos al análisis técnico del cuadro, en el que destacan, principalmente, dos elementos: la composición y la luz (ésta, unida ineludiblemente al color).

Efectivamente, el cuadro se estructura a partir del rayo de luz que llega desde la ventana, en una trayectoria oblicua que atraviesa las cabezas de los apóstoles hasta alojarse en el foco de atracción lumínica, que es el cuerpo tendido de la Virgen y la espalda de la Magdalena, que esconde su dolor. Composición en diagonal, pues, de un dinamismo aprendido de los maestros italianos, especialmente de Tintoretto, cuyo mejor modelo podemos observarlo en el Lavatorio del museo del Prado. Y esa composición, nítida en los personajes expuestos a esa luz potente, casi cegadora, se hace abigarrada en los personajes envueltos en la sombra. Así pues, fuera de ese haz de luz esplendorosa, sumerge la escena en unas sombras tenebrosas, cuyas figuras apenas interesan al pintor. Luz y tinieblas (tenebrismo) en un juego plástico que otorga al terrible acontecimiento un dramatismo (naturalismo), desconocido hasta entonces, que brota de los rostros serios y compungidos de los apóstoles (“stricto sensu”, el naturalismo comienza, como el tenebrismo, con Caravaggio). Y el color rojo del vestido de la Virgen y las calvas relucientes de los apóstoles y el cortinaje rojo que parece cubrir la escena, haciéndola más íntima, añaden pasión y dolor al trágico momento. Toda una escenografía perfectamente cuidada, aunque parezca lo contrario, para conseguir el impacto perseguido por el autor, que es de tragedia en una casa pobre, donde se reúnen pobres para llorar a una persona querida; de ahí, lo revolucionario de esta pintura.

Podemos concluir que, si se ha dicho, con razón, que Caravaggio es el maestro del tenebrismo, es porque, al mismo tiempo que a la luz, da una importancia decisiva a las sombras, que juegan un papel determinante en la ambientación del cuadro. En ese tenebrismo se condensa metafóricamente su propio sentido trágico de la vida, como diría Unamuno. Por eso, quizás, Caravaggio, aunque se ha considerado como precursor del barroco, no es enteramente un pintor barroco; tampoco manierista y, por supuesto, de ninguna forma renacentista. En mi modesta opinión, es un pintor solitario (un francotirador, si se me permite la expresión) que se deja influir y, sobre todo, influye decisivamente en la Historia de la Pintura (así, con letras mayúsculas).

Cartagena, noviembre de 2013.

jafarevalo@gmail.com

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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