¿Recuerdan aquella célebre frase de un político que aseguraba que, muy pronto, a España no la reconocería ni la madre que la dio a luz? Bueno, no dijo la frase exactamente así, pero no me negarán que es mucho más educado decirlo de esta forma. Hay una frase de Machado que habla también de crisis: «Creí mi hogar apagado y revolví la ceniza… Me quemé la mano». Pero no empecéis a leer el libro por el final. Para saber por qué vienen estas citas a cuento hay que empezar por el principio y profundizar en asuntos como el estado de bienestar, los fondos de cohesión, las participaciones preferentes, la reforma laboral, la justicia, la educación, los indignados, la globalización… Es un libro escrito con un lenguaje ameno, sencillo, lleno de optimismo y de sentido común, para que lo entiendan todas las cabezas: las que piensan y las que embisten.
Reconozco que, como la mayoría de españoles, soy malpensado. Primero porque hago caso del refrán: «Piensa mal y acertarás»; y, después, porque la vida me ha convencido de que el proverbio es cierto. Tan mal pensado soy que, a veces, se me ocurren disparates increíbles. He llegado a pensar ‑Dios me perdone‑ que, a nuestros políticos, la calidad de la enseñanza, la educación y la cultura ‑la de verdad‑ no les interesa ni poco ni mucho. Se subvenciona a casi todo el mundo y no hay un euro para los escritores. Y que conste que también me refiero “a los de verdad”.
A lo largo de la historia, los escritores se han tenido por elementos peligrosos. Bueno, todos no: a los que se dedican a piropear al gobierno, mañana y tarde, se les tiene por personas útiles y de gran provecho para la sociedad. Y es que política y cultura no se llevan bien. ¿Que por qué? Pues porque es mucho más fácil gobernar a cuarenta y siete millones de personas que se traguen todas las tonterías y las promesas del político de turno, que gobernar al mismo número de personas, con formación y cultura suficientes que les permita mandarlos a su pueblo, tras su primera golfería. Por eso traigo aquí este libro que ‑como dice en la portada‑ es un manual de urgencia para salir de la crisis. Si entre nosotros no nos ayudamos…
Nos hablaron tanto del estado de bienestar… que nos lo creímos. Pensábamos que nuestro trabajo lo harían los pobres emigrantes, que no tenían, en sus países, gobernantes tan buenos, tan demócratas y tan progresistas como los nuestros. Pensábamos, ingenuamente, que teníamos la flor y nata de la sardina en lata ‑en cuestiones de política mundial‑, y que nuestra economía jugaba en la Champions League, mientras los demás arrastraban los zapatos por los campos de tierra. Habíamos superado a Italia, y a Nicolás Sharkozy no le llegaba la ropa al cuerpo. ¿Recuerdan? Pensábamos también que ese amiguete del sindicato, que alguna vez nos invitaba a una caña con pincho de langostino, se ocuparía de nuestro bienestar; y que si él no lo hacía, estaba el alcalde para velar por nuestras necesidades. ¡Qué ingenuidad! Y pensábamos, finalmente ‑porque nos lo dijeron, y tontos de nosotros nos lo creímos‑, que teníamos derecho a la sanidad, a la enseñanza, a los libros, a las autovías, a un sinfín de kilómetros de AVE y… a cambiarnos de sexo, cuando nos cansáramos del original. Y a todo eso teníamos derecho sin pagar un euro; o sea, gratis, porque el dinero público no era de nadie. Y, por si fuera poco, también nos prometieron un “cheque bebé” para que esos domingos tan aburridos, que no dan nada interesante por la tele, nos echáramos la siesta con la parienta y fuéramos en busca de un retoño que el día de mañana disfrutara también de nuestro bienestar. ¡Qué maravilla! Imagino, años más tarde, este entrañable diálogo.
─Mamá, ¿tú me tuviste a mí porque me querías o por el cheque que te dieron?
Nadie se preocupó de cuánto costaba mantener aquel estado de bienestar y pronto se vio que los políticos, que, mañana tarde y noche, hablaban de progreso y modernidad, ignoraban algo que nuestros padres aprendieron a base de sacrificios: «Cuando de una casa sale más dinero del que entra, las cosas no funcionan». Recuerdo cómo se ponía mi madre, cuando me dejaba una luz encendida. De eso habla el profesor Abadía:desde que encendemos la luz para ir al baño, empezamos a gastar dinero. Eso entra en cualquier cabeza, y en la del que estáis pensando, también.
Lo cierto es que nos gastamos un dinero que no teníamos, arruinamos las Cajas de Ahorros y, en vez de jugar en la Champions League, desaparecimos del campeonato. No teníamos ni para pagar gastos tan necesarios como la enseñanza, la sanidad y el sueldo de los funcionarios para que pongan multas y no nos matemos en las autopistas. Unos años antes, el ministro de turno hubiera ido a la televisión por la mañana para anunciar muy serio que el gobierno no pensaba devaluar la peseta. Pero, por la tarde, se hubiera reunido con los miembros de su gabinete para decirles que había que devaluar. ¡Ya! Al día siguiente, nos enterábamos por la prensa del acierto que suponía la medida, porque ahora venderíamos mejor. Pero no decían que compraríamos peor, o sea, más caro. El paladín de las devaluaciones fueron Felipe González y su fiel escudero, Carlos Solchaga. ¡Tres devaluaciones en nueve meses! El tiempo que se tarda en gestar un bebé para cobrar el cheque.
Cuando nos quedamos sin dinero, tuvimos que pedirlo prestado a los alemanes; pero, como somos más listos que ellos ‑unos “cabezas cuadradas” sin imaginación‑, utilizamos el dinero y los fondos de cohesión que llegaban de Europa para llenar la costa de rascacielos, de discotecas, de aparcamientos y de supermercados. De estas tareas tan complicadas se encargaban los concejales de urbanismo y los alcaldes, que se hacían de oro a base de comprar hoy una huerta a precio de saldo, para subastarla mañana ‑debidamente recalificada‑, como suelo edificable. Nadie hablaba de especulación: se aplicaba un módico margen comercial para compensar tantos desvelos y mantener el estado de bienestar. Las Cajas no paraban de conceder hipotecas y, aunque la espiral del progreso era imparable, volvimos a quedarnos sin un céntimo. Y, de nuevo, recurrimos a los alemanes, que no serán tan imaginativos como nosotros, pero tontos no son ‑la prueba es que ellos sí tienen dinero y que ya no se fían de nosotros‑. Por eso, nos exigen unos intereses abusivos y la bola cada día se hace mayor.
El economista esperanzado. Leopoldo Abadía. Espasa ediciones.
¿Exagero? ¿Qué tenemos que hacer? Las soluciones técnicas ‑dice el profesor Abadía‑ de poco valen si las llevan a cabo personas a las que les da lo mismo decir que lo blanco es negro, jurar que es de día cuando es de noche, y hablar de honestidad y transparencia, mientras siguen metiendo la mano en la caja con la mayor naturalidad.
La solución es bien sencilla: comportarse con decencia, ser capaces de distinguir lo que está bien de lo que está mal, y esforzarnos en trabajar honradamente. De no ser así, esto no acabará nunca. Tampoco estaría de más que los líderes de los principales partidos olvidaran sus ridículas diferencias y se pusieran a trabajar en lo importante: en salir juntos de la crisis. Eso debería empezar por el respeto y la buena educación de unos con otros. Da vergüenza ver a nuestros parlamentarios abuchear con desprecio a sus rivales, reírse del adversario político, y golpear los escaños como unos energúmenos. La solución quizás deba empezar por ahí: por la decencia y el respeto.
Os animo a que leáis este libro y lo recomendéis a vuestros conocidos para que, la próxima vez que un político prometa imposibles, alguien le pregunte si tenemos dinero para pagar el imposible y de dónde lo piensa sacar. Y, cuando aprendamos que el dinero público sale de nuestros bolsillos, o sea, de nuestros sueldos y nuestras pensiones, igual llegamos a la conclusión de que no son necesarios tantos aeropuertos, ni tantas autovías, ni tantos edificios vacíos, ni tantos senadores, ni tantos liberados, ni tantos asesores, ni tantos enchufados, ni tantos golfos que viven a costa de los pocos que trabajamos. ¿No?