Sigue esta estación tórrida del año su transcurrir al ritmo que Vivaldi marcó en su concierto para este tiempo de Las cuatro estaciones. Nos recorre el sudor la espalda en goteo lento mientras estallan las carracas de las chicharras.
Se diga lo que se diga, es tiempo de cervecita fresca, ¡y qué bien entra!
Casi se nos atraganta, si nos llega la noticia de la próxima renuncia de Griñán, aunque deja por imposición a una fiel ejecutora de sus dictados. Sabemos que Griñán no nos quiere decir por completo “su” verdad, todo lo que hay detrás de esa decisión (ya no nos lo esperamos de ningún político); pero marca cierta conducta, tal vez honesta, que sería bueno que otro imitase.
Unos vienen y otros van, unos regresan si se fueron y otros deciden marcharse si pueden. Los del sector turístico saben que es coyuntural lo de este año, que hay que realizar las reformas y mejoras necesarias en el sector para asegurar los resultados, pero me temo que se va a ir al coge el dinero y corre. Pura circunstancia.
No divaguemos y vayamos a dar lecciones, ¿vale?, que dije de ser esta una serie amable, para estos meses… ¡Vale…! Pues que tenemos por estas playas y paseos marítimos la especie de los vendedores ambulantes.
Desde hace años, estaban ya establecidos los que se pateaban la arena cargados con neveras o con grandes cestos al brazo. En las neveras, llevaban latas de refrescos y de cerveza, así que te pasaban por encima anunciándote la fresca tentación y ¿qué?, ¿ibas a resistirla?, ¡si no hace ni falta que te levantes para ir al chiringuito más próximo…! Pues que sí, que dame una, o dos, que el nene quiere refresco.
Los que nos vendían, y venden, esta mercancía eran generalmente nacionales. Los de los cestos venían detrás o delante de los anteriores con las bolsas de papas fritas, gusanitos y otras chuches, camarones o cangrejos. Para que la bebida entre mejor o el estómago mate la gazuza del aperitivo o de la merienda. Por no movernos del sitio, compramos y es que, además, hacemos cuentas y vemos que nos sale más barato que marchar al chiringuito.
Buenos samaritanos.
Al poco, aparecieron otros vendedores. Estos ya no eran nacionales; se veía a la legua, ¡porque eran negros! No nos traían nada de comer o beber, pero llevaban cosas de diverso interés, en especial de las hembras. Prendas ligeras como pareos, vestidos largos de lino o gasa, pañuelos para la cabeza o el cuello… Los pobres van casi arrastrando su género, ofreciéndolo a las miradas de las soñolientas damas que o no hacen caso o, si lo hacen, es muchas veces para fastidiar.
Son especialmente dañinas esas señoras mayores que paran al negro y le hacen mostrarles todo el género, se lo tentujean y miden, regatean a porfía, para luego, como era previsible, decirle que no les interesa. A mí, particularmente, me da vergüenza ajena esa actitud de viejo cuño colonialista, como si el sujeto fuera todavía un pobre esclavo.
También van vendiendo complementos como gorras o sombreros de playa, pamelas, camisetas deportivas (generalmente del Real Madrid o del Barcelona), gafas de sol sin homologación pero chulas, y cadenas, cintillos de cuero o étnicos y lo mejor de todo, los relojes.
Despliegan los fieltros o cajas con sus brillantes pelucos (‘reloj ostentoso de pulsera o de bolsillo’), grandes como paelleras, barrocos, grotescos, de oro más falso que las marcas que representan, o plásticos de chillones colores; todos ellos a precios de ganga y con la garantía segura de que el chisme durará funcionando hasta el anochecer. Te pones uno en la muñeca y te entra tendinitis de inmediato, aunque te puede servir de arma defensiva si te ves en medio de una trifulca (que nunca faltan).
Viendo, en el expositor de un hotel de categoría, los relojes que ahí se vendían (y sus exorbitantes precios) y los modelos diseñados casi, lo digo convencido, preferiría comprarme una docena de esos del ambulante, porque al menos la horterada sería más barata.
Estos artículos y otros, luego también los encontramos en el paseo marítimo, en horas vespertinas, en los manteros o en los puestos de mercadillo. Ahí ya no sólo hay negros, que también hay sudamericanos, paquistaníes… Se vende de todo, en general cosas innecesarias y de mala calidad; pero da igual: son cosas de las noches de verano, igual de efímeras. Quizás podamos encontrar entre tanto artista malo o aficionado algunos cuadros o dibujos de aceptable factura. Y nos podemos llevar hasta nuestra caricatura para enmarcarla y colgarla en el salón.
Las últimas novedades de la venta playera ambulante (hay otras que es mejor no nombrar) es la de ciertas modalidades de servicios, como la de proporcionar masajes. De estos servicios se encargan los chinos o chinas. Dicen qua hay que tener mucho cuidado, porque pueden tener malas consecuencias al no proceder de personal titulado o cualificado. Ni entro ni salgo, porque no lo he experimentado.
Los tradicionales negocios de alquileres de tumbones, sombrillas y patines se mantienen (creo que han atemperado sus precios), aunque fueron más utilizados por guiris que por los nacionales, más atentos a la pela.
Por ello, sigue viéndose el peregrinar de la pareja de vejetes camino o procedente de la playa, ella delante tan pimpante y él detrás cargado de sombrilla y sillas y tumbonas plegables, con paso cansino y resignado. Luego, y en la siguiente fase, el tiempo, largo, hasta que el hombre logra hincar la sombrilla con cierta seguridad. ¡Y a esperar al negro de los vestidos!, del que se saben hasta el nombre.
Cosas de la sencilla vida playera.