Recordando al padre Mendoza

No sé por qué motivo hoy me he acordado del padre Mendoza. Sé que don Jesús Mendoza Negrillo lleva varios años gozando (merecidamente) de la paz celestial; y que, a lo largo de su vida, recibió premios y reconocimientos…

Mejores plumas, que la mía, tendrán anécdotas estupendas que contar, alabando su gran valía como docente y persona siempre entregada a los demás. La mía es pequeñísima, pero a la vez entrañable y sencilla. Sucedió cuando yo tenía cinco o seis años. Lo sé, porque aún no había hecho la primera comunión, que por entonces realizábamos a los siete. En fin, tenía yo una amiga de esa misma edad, que vivía dentro del colegio de los jesuitas, y me convenció para hacer una cosa que, según ella, «Le gustaba mucho al Señor» y era ir a confesarnos… Así es que, con mucho miedo, la seguí por los vericuetos del colegio que ella conocía muy bien, por vivir dentro del recinto. Llegamos a una habitación, donde estaban los sacerdotes ‑en esto, mi memoria no es clara‑, y pedimos a uno que nos confesara. Creo que fuimos a la iglesia y, con confesionario y todo, hicimos lo propio. No tengo conciencia ni imagen de quién fue el sacerdote que nos confesó; solo veo en mi mente a mi amiga haciéndolo primero, pero sé, por comentarios de mis padres, que fue el padre Mendoza y que, incluso ese día, en el comedor, creo que en la cena, refirieron la gracia que les hizo el hecho de que dos niñas, tan pequeñas, hubiesen ido a confesarse.

Me imagino que mi primera confesión estaría llena de pecados “horribles” como desobedecer a mi madre o aquellas faltas “gravísimas” a la modestia, porque había enseñado las rodillas o tal vez algún tirón de pelos a una amiga… Supongo que don Jesús y sus compañeros se reirían muchísimo con las dos pequeñajas, tan serias, que necesitaban urgentemente la confesión…

Después, siendo ya mayor, me lo volví a encontrar en múltiples ocasiones, como profesor de Historia en Magisterio o como amigo en el funeral de mi padre. De vez en cuando, lo veía por las calles de Úbeda y me paraba a saludarle, aunque le flaqueaba la memoria ‑y creo que él se daba cuenta‑; me preguntaba cómo me llamaba y quién era mi padre. Entonces decía: «Ah, sí, don José Latorre»; y así hasta otra ocasión en que volvía a decirme lo mismo.

Para mí, siempre fue una persona buena, admirable y valiente que dedicó su vida al servicio de los demás.

—Don Jesús, ahora que ya está gozando el descanso eterno, quiero sincerarme. Me alegro de que fuera usted el primer sacerdote al que abrí mi tierno corazón de cinco años…


Úbeda, 3 de agosto de 2013.

Deja una respuesta