Crónicas marianas, 05

Otra modalidad de veranear muy extendida, pues se encuentra dispersa a todo lo largo y ancho de nuestra geografía patria (todavía no desmembrada) es en la llamada segunda vivienda, casería, torre, cortijo o casa de aperos o de labor o, sencillamente, con el extranjerismo chalé.

Tiene dos generales orígenes. Uno, de toda la vida y real génesis, el de la casería en huerta o zona regable, con pozo y alberca para el riego, también almacén de aperos, que tras reformarla e incluso hacerla nueva se convierte en finca de vivienda y recreo (aunque a efectos fiscales cuente siempre como edificación rústica no urbanizada) para fines de semana y época estival. Incluso vivienda permanente. Dos, la levantada en zonas promocionadas por constructoras y demás, en forma de casas unifamiliares adosadas en interminables y monótonas hileras masivas, o en chalés individuales. Estas construcciones se han levantado casi de la noche a la mañana, cual hongos, en las afueras de las ciudades e invadiendo terrenos rurales e incluso declarados no edificables, pero contando con las bendiciones de los ayuntamientos que de esas concesiones sacaron tajada.

Se distinguen todas y por igual en la existencia de piscina. En los adosados masivos puede ser comunal según los cuarteles, y se complementan con instalaciones deportivas en los de más categoría.

Las piscinas también vienen siendo imprescindibles hoy día en los hoteles, incluso en los de costa y pegaditos a la playa, que ya es un gozo excesivo.

Digo tal, pues no hace tiempos lejanos en los cuales el agua, escasa, escasísima (¡ah, la pertinaz sequía!, en palabras siempre repetidas por el dictador), no se encontraba tan a mano. Las piscinas eran más bien escasas, en manos privadas de ricos en sus mansiones y fincas; y las públicas, de existir, recibían las masivas visitas de los demás desgraciados, que las saturaban en los días de descanso (en Madrid fue muy concurrida la gran piscina del Parque Sindical). Pero, retrocediendo algo más, se llega a los días en los cuales ni piscinas públicas hubo.

—¿No había ni una piscina?

—No señor, no la había.

—¿Entonces cómo pasaban el verano?

—Ahí está el mérito, en pasarlo…

Para los que se han criado en el desarrollo y opulencia, lo anterior debe ser inconcebible.

Bueno, pues ya tenemos piscinas hasta en la sopa.

—¡Oiga, que yo no!

—¡Ni yo tampoco, no te jode…!

Sigamos y no se interrumpan. Los poseedores y mantenedores de estas segundas viviendas, si son gentes curiosas y ordenadas, gastan sus tiempos en su mantenimiento, principalmente en la finca, y se les ve podando setos, enjalbegando muretes, limpiando sus piscinas y otras tareas entretenidas. Los que no tienen tiempo o son de por sí desidiosos, o no quieren que les salgan callos en sus delicadas manos, dejan estas tareas a personal eventual que cobra casi siempre en negro (o son negros).

Son curiosos los diseños en parcelas y estructuras que no sean de construcción uniforme, variadísimos, y es fijándose en los mismos cuando podemos averiguar la categoría de sus dueños, sobre todo en los de pésimo gusto y más horteras, que provendrán, casi sin equivocación, de nuevos ricos o de gente que recibe dinero de modo más que dudoso. Gentes de poca cultura. Se ven verdaderos horrores.

No debe faltar en el chalé la zona de barbacoa, mejor de obra, junto a la piscina. Un buen porche es ideal. Ideal y muy de agradecer, porque es un lujo pasar una velada vespertina en un ambiente agradable.

Pero este idílico discurrir se trunca bruscamente si decide acudir algún invitado… Claro, si es ocasional e invitado por el anfitrión no hay pega, mas hay invitados e invitados y, peor todavía, autoinvitados.

Los autoinvitados son verdadera plaga. Langosta terrible que acaba, en especial, con las provisiones que los dueños almacenan en la casería para su propio mantenimiento y consumo.

Se descarga el personal del vehículo o vehículos que los acercaron a la finca y allá van, directos al grano. Pocos aportan algo y, de hacerlo, llevan vino de verano del que venden en las grandes superficies. Con la excusa de meterlo a enfriar, exploran la nevera y, antes que el anfitrión les haya indicado nada, ya han agarrado la lata de cerveza correspondiente. Los niños, por irse adaptando, echan mano de los flotadores, gafas, juguetes o consolas de los de la casa, o bien se van dando alaridos de satisfacción ante la perspectiva del chapuzón que se van a dar en la piscina (en la que, si te descuidas, se meten hasta vestidos).

Siéntense obligados los anfitriones en dar de beber y comer a sus visitantes, leyes antiguas de la hospitalidad que hasta hace muy poco eran sagradas; pero en estos casos no les van a ofrecer alimentos corrientes: unas lentejas, unos garbanzos o papas en caldo; no, eso es inconcebible y los tacharían además de roñosos; que, estando en el campo y en jornada de asueto, hay que tirar de paella, de asados parrilleros, e incluso, y si me apuran, de la españolísima tortilla. Y beber, beber toda la jornada, laticas de birra para correr el calor, cubata haciendo tarde e incluso un whisky con hielo en la anochecida… «Gloria pa los pollos», que se dice. Y la chiquillería tampoco ha de carecer de nada, los anjalicos, que entre chapuzón y chapuzón necesitan reponer fuerzas.

No es de extrañar que, dadas tales experiencias, algunos de los propietarios de estas fincas campestres opten por venderlas. Héroes que sé son ellos.

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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