(Leonardo da Vinci)
Si bien todos los grandes artistas del Renacimiento (Brunelleschi, Donatello, Verrochio, Miguel Ángel y Rafael) han cultivado varias artes (arquitectura, pintura, escultura, literatura…) es con Leonardo cuando se llega al súmmum de la universalidad del conocimiento. Mecánica, física, astronomía, anatomía, aparte de las clásicas arquitectura, escultura, pintura y literatura, y todo lo que supusiese curiosidad científica forma parte del saber enciclopédico de Leonardo da Vinci. Por eso y con razón, Leonardo es, por excelencia, el hombre del Renacimiento. Quizá esta dedicación tan heterogénea nos ha privado de un mayor número de obras pictóricas y, por otra parte, sus continuos ensayos técnicos en la utilización de los pigmentos y en la preparación de las telas, tablas y paredes, han perjudicado el estado de conservación de alguna de sus obras (“La Santa Cena”, por ejemplo).
De todas maneras, los cuadros y frescos que se conservan atestiguan la genialidad de un pintor de una técnica innovadora, tanto en la composición como en la utilización de la luz, del color y de la atmósfera en que envuelve a sus personajes.
A sugerencia de un lector inquieto intelectualmente y de cultura enciclopédica, quiero hacer una pequeña consideración sobre los museos. El problema de los grandes museos como el Prado o el Louvre (por desgracia, no conozco el Hermitage) es que la saturación te llega pronto. Es tal la belleza acumulada en tantas obras de arte que, aunque no soy especialista en la materia, creo que el cerebro no lo puede “digerir” en tan escaso espacio de tiempo. De ahí que, más que disfrute, haya un cierto sufrimiento por no poder aprehender en toda su intensidad los vapores estéticos que emanan de tanta obra bella.
Viene esta pequeña digresión a cuento de este magnífico cuadro que os presento: La Virgen de las rocas (Museo del Louvre. Como sabéis, existe otro cuadro de Leonardo, con el mismo motivo, en la Galería Nacional de Londres, aunque el del Louvre es anterior y, para mí, de mejor factura). Los visitantes se agolpaban alrededor de la Gioconda (también de Leonardo). Constituía un triunfo haber visto por fin la Mona Lisa, por más que no pudiésemos pasar de la tercera o cuarta fila. Era, por tanto, imposible disfrutarla en todo su esplendor, así es que las sensaciones, si las tuve, pasaron inadvertidas. Sin embargo, la contemplación de la Virgen de las rocas, como si se tratase de un buen “reserva” ‑¿por qué no?‑, me embriagó. Mientras la gente se agolpaba, sin ton ni son, ante la Gioconda, yo pude disfrutar un largo rato (siempre escaso, de todas maneras) delante de este espléndido cuadro.
En una composición piramidal que Leonardo lleva a la perfección técnica, la Virgen se alza soberbia y, al mismo tiempo, modesta en su papel trascendente. Y cobran luz propia las figuras llenas de candor y ternura del tradicional San Juanito (protegido por el largo brazo de la Virgen), tan caro en la iconografía de la época (mientras escribo este comentario leo la noticia del descubrimiento de un San Juanito atribuido a Miguel Ángel y destinado a ubicarse en El Salvador de Úbeda, donde estuvo tiempo atrás), y del bellísimo Niño Jesús, que apunta con el dedo al futuro precursor de Jesús de Nazaret (Juan el Bautista). Completa la escena un ángel, siempre enigmático y misterioso en el pincel de Leonardo, que señala con el dedo la figura de Juan, no se sabe bien con qué intenciones (las interpretaciones en este sentido han sido muy variadas y, a veces, contradictorias).
El cuadro, en su conjunto, está envuelto en un ambiente neblinoso en el que, a través del sfumato (técnica que consiste en suavizar o difuminar los contornos de las figuras que se pintan mediante sombras y colores, que nadie como Da Vinci lo utiliza con tanta profusión y acierto), Leonardo traza una especie de velo sutil desde el que se filtran las imágenes dejando la escena en una incipiente penumbra que añade aún más misterio.
Tanto la utilización del sfumato como la técnica del claroscuro (la contraposición de la luz y de su sombra) crean una atmósfera ideal y poética que marca decididamente la pintura leonardesca (recuerda Mario Pomilio que la pintura, según la reflexión de Leonardo, es composición de luz y de sombras…, de colores simples y compuestos). De esa luz suave y vaporosa y de esos colores tan matizados se vale el genio florentino para dar una profundidad única al cuadro, de tal manera que parece que nunca lleguemos a ver el fondo, perdido entre plantas, flores, agua y rocas, en un paisaje lógico y coherente aunque irreal.
Baudelaire, que tanto escribió sobre la luz y sobre la Gioconda (su relación con el cuadro fue muy polémica), dedica al autor (pensando quizás en la Virgen de las rocas) estos versos, que son la descripción y esencia de la pintura de Leonardo:
«Leonardo de Vinci, espejo profundo y oscuro
en el que encantadores ángeles con dulce sonrisa
densa de misterio, aparecen a la sombra
de glaciares y pinos que cierran su paisaje».
No seré yo quien añada algo más a la acertada síntesis del poeta.
Cartagena, 27 de mayo de 2013.