En mi opinión, uno de los filósofos más deslumbrantes de la historia es Platón. Mi admiración por su filosofía quizás sea la razón de mi atracción por la obra de Botticelli, un neoplatónico convencido, al menos en el tiempo en que pintó este cuadro (hacia 1484), en quien los ideales o, mejor, las ideas innatas a las que se refería el filósofo ateniense las convierte en pintura, o poesía pictórica, o pintura poética (sería lo más aproximado).
Uno de los cuadros en los que se hace más patente la adscripción filosófica de Botticelli es el Nacimiento de Venus donde, por encima de todo, quiso plasmar no ya su ideal de belleza sino la expresión de la idea de la belleza, una idea inmaterial que se hace materia pictórica. Porque la Venus que surge de la concha es una diosa desnuda que nos fascina, no por su sensualidad, de la que carece, sino por una especie de espiritualidad etérea, casi mística, cuya anatomía, deliberadamente deformada (su largo cuello, sus desmedidos brazos, su propio cuerpo estilizado hasta el límite), intenta expresar una belleza fuera de la realidad.
Sandro Botticelli.
El cuadro, de considerables proporciones (172 por 275 cm), está realizado en témpera, lo que unido a su mal estado de conservación, hace que los colores aparezcan como apagados y desvaídos, sin la brillante luminosidad de La adoración de los pastores de Hugo van der Goes (de fecha similar de realización y colocado en la misma sala de los Ufizzi, justo enfrente de la Venus), en la que se emplea el óleo, y ni siquiera es comparable en su calidad cromática al cuadro de su obra gemela, La alegoría de la primavera, del propio Botticelli (en la misma sala de los Ufizzi, a la derecha de la Venus mirando hacia ella, también en témpera). Aunque en la guía de la Galería de los Ufizzi (Florencia), donde se exhibe el cuadro, se subraya que fue restaurado en 1987, tengo una duda razonable del resultado de esa pretendida restauración. En todo caso, aún con las deficiencias apuntadas, no deja de ser una obra bellísima.
Si es verdad que el Renacimiento es vuelta, con otra mirada, al mundo clásico, Botticelli, efectivamente, bajo el patrocinio de los Médicis (sus mecenas, Lorenzo y Giuliano de Médicis, fueron grandes entusiastas de la cultura griega y de la filosofía neoplatónica), como su amigo el poeta Poliziano en quien posiblemente se inspira, se adentra en la mitología (mitología en la que Venus nace de la espuma de las olas y es transportada en una concha hasta arribar, al parecer, a las costas de Chipre) y aplica las teorías platónicas, dando a luz una pintura poética en la que Venus, la diosa del amor y de la belleza, se nos muestra plena de lirismo y, si no sonara a sarcasmo, también de espiritualidad (¿una especie de virgen desnuda?). Las otras figuras son acompañantes de lujo, vibrantes en el caso de Céfiro y Cloris, que empujan a Venus hacia la playa. Al otro lado del cuadro, tratando de equilibrarlo en una simetría imperfecta, la Primavera, que rompe el hieratismo de la figura central, dando tensión y movimiento al cuadro. El fondo marino, sin demasiada profundidad en la perspectiva, acompaña decorativamente la escena, con elementos un tanto arcaizantes en las rizadas olas de un mar idílico que rodea a esa diosa casi alada. La concha, símbolo de fertilidad, se utiliza como vehículo con el que se transporta a Venus hacia la playa escogida (¿hacia el paraíso?).
La composición tiene un dinamismo que se decanta entre el equilibrio un tanto inestable de la diosa y la tensión ejercida por los céfiros a la izquierda y la Primavera a la derecha, en una suave diagonal que le da fuerza, pero también equilibrio (como diría Kandinski, las tensiones internas se equilibran).
Se equivoca quien pretenda acudir al cuadro en busca de sensaciones eróticas. Al contrario, la tabla trasmite un sosiego que se desprende del cuerpo bello, irreal y ficticio de la Venus, y el artista alarga el cuello y los brazos para darle una mayor verticalidad al cuadro, contrarrestando así su extensión horizontal, en una clara influencia del gótico, añadiendo además una irreal cabellera dorada (también reminiscencias del gótico), que cubre púdicamente parte de su cuerpo y parece deslizarse al ritmo de las olas en marejada.
En cuanto al color, se intuyen, más que lo que se ve al natural, unos colores pálidos, especialmente el de Venus, suavemente contrastados por la mayor intensidad de los céfiros, sin duda tostados por el sol y por el viento, y por el rojo matizado del mantón que porta la Primavera, con el que pretende cubrir la desnudez de la diosa. El mar y las flores acompañan también en este ambiente lánguido y melancólico. En consecuencia, la luz se hace tenue, difuminada y uniforme, más propia de un fresco que de una tabla. Como dije antes, la témpera, menos eficaz que el óleo en la intensidad del color, contribuye decisivamente en esta manifestación cromática y en la formación de esa luz poética, pero yo creo que una buena restauración favorecería una mayor viveza, brillantez y luminosidad de la que carece, posiblemente por el paso del tiempo y el estado de conservación de la tabla.
Cartagena, 17 de mayo de 2013.