Tras la ligera cena, di las gracias a la Providencia y anduve unos cuantos kilómetros hasta que tuve a Jódar a la vista. Al ser uno de los pueblos más malos de la provincia, quise esquivarlo. Primeramente, rodeándolo por el llano: atravesando olivares, huertos y acequias (donde bebí agua); hasta que me topé con una serie de casas que me bloquearon el camino… Todo ello acompañado de los ladridos de los perros que me hicieron temer ser descubierto…; por lo que creí conveniente volver sobre mis pasos e intentar subir, definitivamente, por la montaña.
Así, en los últimos minutos de aquel triste y amargo Viernes Santo, comencé el largo y áspero ascenso de aquel monte. Iba meditando y acompañando a Cristo en la subida al monte Calvario… Empleé más de dos horas en coronar sus peñascos. Tuve frío y sudé mucho, a pesar del viento reinante. Tras descansar un rato, caminé por los senderos trazados por los animales (que veía perfectamente, gracias a la luz de la espléndida Luna) hasta llegar, al amanecer, a la carretera de Granada.
Ya apenas podía caminar. Los pies se negaban a ayudarme, pues, además del cansancio acumulado, tenía en sus plantas unas ampollas que me impedían andar. Sacando fuerzas de flaqueza caminé otros tres kilómetros por carretera, con el fin de alejarme más del pueblo y me preparé para descansar todo el día.
Gracias a la apacible soledad del campo, hice mis rezos y oraciones, recordando los Aleluyas de aquel santo día, los gozos de la Iglesia y el alegre replicar de las campanas en la Misa de Gloria. ¿Cuándo veríamos todo esto y llegaría el momento de salir de aquel inferno rojo?
Me preparé para una siesta, habiendo comido con apetito. A la tarde, recé y me dispuse para proseguir mi camino, a la espera de nuevos acontecimientos.
Úbeda, 2 de mayo de 2013.