Como transcurría el plazo dado para salir de la casa, tomé la decisión de marcharme antes de que llegase la noche. Iría hacia la parte de la provincia donde no me conocían, al no haber estado por allí; aunque tuviese el inconveniente de encontrarse allí los pueblos más rojos y feroces. Dios me ayudaría…
No pude comer nada durante el día y mucho menos a la noche, pues veía apenada a mi familia bienhechora al no poder evitar mi marcha. Antes, me cortaron el pelo y me prepararon una talega pequeña con pan, chocolate, galletas y un poco de embutidos. Ellos no podían socorrerme ni yo podía verlos tan apenados. Nos despedimos hasta… ¡la eternidad! Yo estaba resignado a que ésa era la voluntad de Dios, y me lancé a la calle.
Salí ‑cabizbajo y pensativo‑ sobre las ocho de la noche, tras un adiós a los que me arrojaban de su casa, y con la taleguilla y unos pocos dineros que me habían dado. Atravesé tristes y solitarias callejas del barrio de San Lorenzo con dirección a la Puerta de Granada. No había casi gente, mientras mortecinas luces alumbraban escasamente… Vi al celador de arbitrios, que no le dio importancia a mi paso, y a unos pocos labradores que volvían de sus faenas campestres; y después, soledad y silencio…
Una hermosa Luna llena alumbraba mi camino. Hice mis rezos de costumbre, invoqué al Arcángel San Rafael (para que guiase mis pasos) y medité sobre la Soledad de María en otra semejante noche de Viernes Santo, pues yo sentía tristeza, amargura y soledad: los amigos me habían despreciado y rechazado; los conocidos me habían echado de sus casas; a los que hice bien se volvieron contra mí; me encontraba solo por esos desiertos campos… Hasta las criaturas irracionales parecían burlarse de mí con sus tristes y continuos chillidos…
Con estos tristes pensamientos, iba caminando por la carretera de Jódar. Pasando el puente del río Guadalquivir y dejando a la derecha una taberna, veo que me sigue un hombre. A pesar de acelerar el paso compruebo que me persigue… Invoco a los Santos Antonios de Urquiola y, por fin, a dos o tres kilómetros se detiene y entra en una casa. Quedo, de nuevo, en paz y soledad.
Tras andar otros tres kilómetros oigo el murmullo de las aguas y me acerco a ellas para apagar mi sed. Descubro un pequeño arroyuelo a la luz de la Luna, me siento a la orilla, bebo y me lavo los pies. Ya tranquilo me dispongo a comer algo bajo las resplandecientes luces del firmamento… ¡Cuántas gracias di a la Providencia de Dios por disponer su mesa cuando todos los mortales me abandonaban! ¡Oh Providencia amable y admirable…! ¿Cómo podré darte las gracias…?
Úbeda, 30 de abril de 2013.