Como ya algunos sabían donde yo vivía (desde aquel 19 de marzo), las cosas se precipitaron, pues hasta la familia que me acogía temió que me cogiesen y los encerrasen en la cárcel (por encubridores…); como ocurrió con los familiares del cura párroco de San Pablo. Por ello, intentaron buscarle remedio acudiendo a mi primera familia bienhechora. (Yo ya no podía volver a su casa, pues estaba casi completamente ocupada por rojos y comunistas…). Mas, a pesar de intentarlo una y otra vez, acudiendo a amistades y conocidos, fue imposible remediarlo, pues nadie quería arriesgarse… No tenía otra opción que marcharme, porque no deseaban tenerme por más tiempo… Fueron a casas amigas (que yo les indiqué) para rogarles y suplicarles; y la respuesta siempre fue negativa. Entonces, comprendí que, en toda Úbeda, únicamente tenía las mismas personas benefactoras que me recibieron en su casa, cuando salí del hospital… A pesar de tener tantos amigos, en otros tiempos, qué solo me encontraba…
De esta manera, llegó el Jueves Santo (25 de marzo). Me dieron veinticuatro horas para abandonar la casa, pues todos se levantaron contra mí. Mientras, la otra familia hacía todo lo posible por encontrarme acomodo para que no cayese en manos de los que me buscaban. Al no encontrarlo, pasaron toda la noche orando y de rodillas pidiendo a Dios y a su intercesor, San José, el remedio. Entonces exclamé como el profeta: «Se ha alejado de mi el consolador» (Jer. Lam I-16).
Así amaneció el Viernes Santo: sin posible solución ni de que la tempestad amainase… No me podían entregar a las autoridades, pues sería meterme en la misma boca del lobo para delatarlos (lo que no me parecía bien hacer, a pesar de su ignominioso comportamiento, al urgirme la salida de su casa…). ¡Cuántas angustias, tristezas y penas padecí! ¡Con cuántas veras pedí al Señor que me hubiese llevado de este mundo en los primeros días de la revolución, cuando me encontraba tan mal herido…!
Mas no era tiempo de partir, pues se avecinaban otras pruebas que el propio Nuevo Testamento (mediante las palabras del apóstol San Pablo) ‑al abrirlo‑ me proporcionó; reconfortándome un tanto, en medio de la oscuridad, tristeza y amargura que me embargaba: «El (Dios) que nos libra y saca de tan grandes peligros: en Quien esperamos que aún nos librará» (II. Cor I-19).
Úbeda, 17 de abril de 2013.