Como vengo refiriendo, Alejandro Moraga (el dirigente socialista) hizo buenos oficios con nosotros, pues gracias a él nos libramos de muchísimos peligros ‑sin eliminarlos del todo…‑ y pudimos pasar los días más tranquilos. Hay que reconocerlo: puso su voluntad y su buen corazón para ayudarnos y favorecernos. ¡Lástima que estuviese tan aferrado a las ideas y doctrinas socialistas! A pesar de ello, permitió a la superiora del Hospital que yo celebrase la santa misa el último del mes de agosto. Me llamaron muy de mañana, mientras dormían los enfermos. Me vestí deprisa y, con los zapatos en la mano, me dirigí al oratorio privado de las Hermanitas para ofrecer el santo sacrificio y darles la comunión. Me volví dando un rodeo para despistar, pues habían empezado a levantarse algunos enfermos. A cualquiera le parecería que venía de perpetrar un horrendo crimen, pero es que para aquellos demonios rojos lo que yo había hecho era origen y motivo para fusilarme…
El 12 de septiembre fui llamado muy temprano, acudiendo al oratorio de la comunidad para confesar y dar la sagrada comunión a las Hermanitas. No pude celebrar la santa misa, pues estábamos estrechamente vigilados; por eso, de todo lo que se hizo ese día no se enteró ‑ni convenía‑ el dirigente socialista.
Por esa fecha, él ya se había comprometido a buscarnos una colocación (a los dos novicios y a mí) ‑al calor de la autoridad‑ para salvarnos la vida… A un novicio lo puso de peón en una brigada de albañiles del ayuntamiento; al otro, a guardar las vacas del hospital. Al estar trabajando, ya no se metían tanto con ellos y su situación estaba salvada.
Mi caso era más dificultoso ‑ya que era peligroso permanecer por más tiempo allí‑, pues quería buscarme una colocación más acorde con mi condición de sacerdote; pero como, por aquel entonces, todo estaba desarreglado, no tuvo más remedio que mandarme a ayudar al hortelano del huerto del hospital en el poco trabajo que había que hacer. Así lo hice. Durante el día, sacaba de doscientos a trescientos cubos de agua ‑del pozo que tenía nueve metros de profundidad‑, entreverando rezos, lecturas de las revistas que aún me llegaban y proyectos para el futuro… Como los “paseos” estaban en su auge: ¡cuántas veces escudriñaría las minetas del pozo para buscar poder ocultarme en caso de necesidad! ¡Cuántas veces alzaría la vista, en busca de posible refugio, a las copas de los árboles, de las bóvedas o torres del hospital!
El novicio (cuidador de vacas) y yo dormíamos en unas habitaciones, junto a doce ancianos. Mientras ellos se acostaban, nosotros tomábamos el aire y charlábamos un buen rato en el patio. Estando así, una noche vemos aparecer a tres milicianos que vienen en nuestra búsqueda, por lo que huimos a la sala‑dormitorio. Nos alarmamos, pensando que venían a darnos el “paseo” y que sería el último día de nuestra vida… Al preguntar por los frailes, temblamos y no contestamos; mas, al insistir en que buscaban un fraile cocinero, comprendimos que venían en son de paz. Era el inspector de policía y sus agentes; por lo que nos tranquilizamos y arreglamos la cuestión… Era bien entrada la noche, cuando nos retiramos a dormir.
Úbeda, 17 de febrero de 2013.