En cuanto a la secuela literaria de dicho pensamiento dialógico, su manifestación más original en las novelas quizás esté en que no solamente Unamuno concibe la existencia como diálogo, sino en que, además, establece una estrecha relación entre diálogo y autocreación: «El personaje ‑lo ha repetido Unamuno con insistencia‑ se hace a sí mismo», sin intermediarios (1).
Novelísticamente hablando, tal principio implica, por un lado, la eliminación del narrador; porque, si el personaje se hace a sí mismo, es evidente que sobra la figura del narrador: ese intruso filibustero de intimidades que, como si fuera un pequeño dios, se atribuye el don de omnipresencia, omnipotencia y omnisciencia. Y, por el otro lado, tal principio supone la autonomía del personaje; es decir, su independencia, al menos teórica, con respecto a su hacedor, ya sea el narrador ya el autor.
Por consiguiente, parece lógico que el personaje unamuniano se manifieste mediante modalidades narrativas que corresponden a criterios de orden autobiográfico («cartas», «memorias», «confesiones», «diarios», etc.,), puesto que, por un lado el personaje se considera autónomo y, por el otro, se manifiesta, como apuntan I. Zavala y A. Martínez ‑en sus respectivos libros citados en la entrega anterior‑, según se ve a sí mismo y en relación consigo mismo; es decir, presentándose y definiéndose unas veces como yo‑sujeto y otras como yo‑objeto.
Aquí cabría preguntarse si esta “autonomía” la atribuye Unamuno a todos los personajes o solamente al protagonista. En el segundo caso, los otros personajes podrían ser considerados como manifestaciones, por así decir, secundarias de la intimidad del protagonista. Pero, ¿cómo pueden ser manifestaciones de la personalidad del protagonista si, según pretende Unamuno, cada personaje, por el mero hecho de serlo, reivindica su independencia con respecto a su hacedor? Se llegaría, pues, a la paradoja de que el personaje se hace a sí mismo con independencia de sí mismo… ¿No se está hablando en realidad de Dios, el cual ‑dice Unamuno‑ se recrea a sí mismo en su creación?
Son aspectos, quizás contradictorios, de la narrativa unamuniana, que aún no se han estudiado en toda su amplitud, y que, creo, quizás fuera interesante hacerlo… Aunque, a menudo, conduzcan a un callejón sin salida.
De ahí que, refiriéndose a las diferentes manifestaciones del personaje en la obra de Unamuno, Robert L. Nicholas (ver su perspicaz libro titulado Unamuno narrador, Castalia, 1987) distinga en la trayectoria narrativa de Unamuno una serie de fases que debutan con la toma de conciencia por parte del personaje de “ser un ente de ficción” y su malogrado deseo de autonomía con respecto a su “creador” (es lo que ocurre con el protagonista Augusto Pérez en Niebla, 1914), y terminan con la etapa en la que el personaje se convierte no sólo en narrador de su propia existencia, sino también en lector de sí mismo y de los otros. Y es, en ese momento, cuando la realidad, creada a través de sucesivos niveles de personajes‑narradores‑lectores, acaba siendo una realidad totalmente ficticia, literaria, mítica, atemporal. Representantes de esta última fase son las novelas tituladas San Manuel Bueno, mártir (1931) y La novela de don Sandalio, jugador de ajedrez (1930).
Finalmente, no creo que haga falta añadir que en todas estas etapas dominan, en mayor o menor medida, diálogo y dialogía, según el citado criterio emitido por el personaje Víctor Goti en Niebla: «Lo que hay es diálogo; sobre todo, diálogo. La cosa es que los personajes hablen, que hablen mucho, aunque no digan nada».
Ahora bien, y yendo al grano de lo que aquí me interesa analizar, ¿son posibles diálogo y dialogía cuando las situaciones que se cuentan transcurren durante sendas partidas de ajedrez? Y, en todo caso, una cuestión previa que, aunque parezca una perogrullada, tiene su sentido: ¿Nos estamos refiriendo a diálogos hablados, autodiálogos o a diálogos escritos? Digamos como respuesta anticipada que, a fin de cuentas, cada novela es un texto escrito que reproduce diálogos hablados y autodiálogos.
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(1) Aunque puede ocurrir lo contrario, que sea el personaje quien crea a su hacedor. Recuérdese, por ejemplo, lo que dice Unamuno en “Y va de cuento” en El espejo de la muerte (Austral, 1941, pág. 161): «Como no sea que el héroe haga a su hacedor, opinión que mantengo muy brillante y profundamente en mi Vida de don Quijote y Sancho, según Miguel de Cervantes Saavedra, obra en que sostengo fue don Quijote el que hizo a Cervantes y no éste a aquél.»