Diario de un aficionado cinéfilo, 03

Por fin llegó el último mes del año con los anunciados tres títulos (Los peces rojos, Surcos y Balarrasa) de un director español (José Antonio Nieves Conde); tan bueno como los llamados tres B del cine español, según Martín Patino: (Luis García) Berlanga, (Luis) Buñuel y (Juan Antonio) Bardem; sin tener nada que envidiarles ‑ni incluso a Alfred Hitchcock‑ por la cantidad de suspense y/o ironía que imprime a sus películas.

Comenzamos por la última en realizarse (Los peces rojos, 1955), mientras las otras dos ‑que veremos en los siguientes jueves‑ son de 1951. A todas ellas se les etiquetó como neorrealistas españolas; por eso, en una de las escenas de este filme, el propio director ridiculiza este epíteto, pues no le gusta…

«José Antonio Nieves Conde era hijo del régimen y antiguo falangista. Como era de los suyos, la dictadura de Franco le dejó hacer películas a su antojo hasta que se dio cuenta de su talento; entonces le pusieron freno… Nacido en Segovia, consigue rodar muy buenas escenas, como las de este filme». Esto nos contó, con su verbo enamorado de cine, Andrés, que tanto mérito tiene al seguir persistiendo ‑a pesar del frío y otros contratiempos…‑ para que se promocione en Úbeda. Aunque todos seguimos echando de menos la sala del palacio Luis de la Cueva, puesto que es ideal por múltiples razones: estar en plano inclinado, tener unos cómodos y bonitos sillones rojos; y una gran pantalla que tanto se asemeja a cualquier cine de barrio de nuestra infancia y juventud…; aunque todavía abrigamos la esperanza ‑los cinéfilos ubetenses‑ de volver a ella, pues tenemos a nuestros impertérritos guías Juan y Andrés ‑o viceversa‑, cual Moisés y Josué, que siempre nos llevarán a la Tierra Prometida del mejor cine, a través de su amor y sabiduría cinematográfica.

A pesar de estar caldeada la sala de proyección, sin embargo, cuando llevas un tiempo, notas cómo el frío te invade por todos lados; y más, si ves llover a cántaros en la pantalla, como ocurrió esa noche del 13 de diciembre, en esta película ambientada en Gijón y Madrid, en la que todos pudimos recordar nuestra ‑ya lejana‑ infancia, pues las viviendas filmadas eran un calco de las que teníamos la clase obrera: con sus luces e instalación eléctrica exterior; sus interruptores externos de darle media vuelta; el agua corriente, que no se encontraba normalmente en el interior, sino que había que ir a buscarla a la fuente; a no ser que estuvieras en el hotel Savoy

Durante el tiempo que duró la cinta ‑noventa y tres minutos‑, estuvimos muy entretenidos con este guión de suspense de Carlos Blanco, haciendo creer al espectador una cosa para luego, con pequeños‑grandes “pildorazos”, irnos desvelando la auténtica realidad que más parece una novela escrita por el mismo actor principal… La actuación de Ivón (Emma Penella) es soberbia, apreciándose la ductilidad de su personaje, que nos hace amarlo hasta el final, pues el sincero amor que le guía es tan auténtico, que da buenos consejos a Hugo (Arturo de Córdova) para que sea liberado de esos “peces rojos” que le rondan por la cabeza y no le dejan vivir…

Las escenas de lluvia son magistrales, pues ‑en blanco y negro‑ provocan en el espectador un escalofrío ‑ya que era así como llovía, al menos hace tiempo, en la cornisa cantábrica‑; con música de Miguel Asins Arbó, muy acorde con el romper de las olas en la zona rocosa, mediante la espuma que va cubriendo, como si fuese una liberación de la mente que choca contra la roca de la vida y la va puliendo y moldeando… Con muy pocos personajes, principalmente los dos protagonistas, nos hicieron pasar un rato muy entretenido al tenernos continuamente enganchados a lo que ocurría en la pantalla, sorprendiéndonos continuamente…

Finalmente, todo lo que Andrés nos expuso al principio, se confirmó. Vimos un gran peliculón, aunque con bastante frío y enormes ganas de pasar un buen rato, evadidos de la sempiterna crisis que nos anega; por eso, es gratificante mirar a otras épocas, a otros mundos y a otros problemas; aunque, como Emma Penella expresa, «siempre ansiando salir de pobre para convertirse en rica…»; y más en aquella época, en la que tener más de tres millones de pesetas era ser un gran millonario… Hoy, al cambio del euro, con ese dinero poco se podría hacer…

Ante la proximidad del invierno ‑cuyo primer día se nos mostraría otoñal y apacible‑ y con el falso augurio de que al día siguiente se iba a “acabar el mundo” ‑según los Mayas y otros falsos futurólogos o agoreros, siempre jaleados y celebrados por los demagogos de turno‑, llegó el jueves 20 de diciembre, ante la proximidad de las vacaciones escolares y la remota esperanza de que la suerte de la lotería nacional tocase a alguno de los presentes; mientras en el auditorio se celebraba el fin de trimestre del Conservatorio de Úbeda, los enamorados de la gran pantalla veíamos tranquilamente la película Surcos, 1951: un dramón en blanco y negro donde se muestra la arribada, vicisitudes y evolución de una familia que desembarca en Madrid, huyendo del hambre y la miseria del campo. Es el sempiterno tema ‑que se repite una y otra vez‑ del emigrante que va buscando “El Dorado” en la capital, donde cree que “atan los perros con longaniza” y se da cuenta que pasa todo lo contrario que en su tierra de origen: disgregándose toda la familia; perdiendo la unión familiar y los valores que lo rural conlleva, en detrimento de lo urbano… El director (José Antonio Nieves Conde) nos muestra una cruda estampa de la realidad española de los años 50 del pasado siglo, donde vuelve a introducir una escena en la que critica el cine neorrealista o social, sin querer reconocer que él mismo lo está realizando con estas cintas que estamos visionando durante este mes de diciembre…

Las escenas primeras y finales de los surcos del campo y las vías del tren ponderan el drama ‑aún más‑ encarrilando la vida del campo a la ciudad ‑y viceversa‑, a través del camino de hierro que supone el tren y que puede ser metáfora de la dureza de la misma vida… La archirrepetida escena, burlándose los chulos de la capital de España de los paletos que llegan del campo, con todos sus arreos a cuestas, se repetirá toda la vida en cualquier parte del mundo; la mafia que se aprovecha de la virginidad, de la juventud y del buen hacer es otra enseñanza que marca el trillado camino de la sinvergonzonería del poder mafioso, que siempre está ahí para eso: para aprovecharse del débil y sacarle la sangre y la salud. Como nos decían nuestras madres de pequeños: «Cuidado con el tísico que te chupa la sangre…».

El aplauso final sirvió para premiar la obra cinematográfica y para descargar la tensión acumulada por el peliagudo drama que habíamos presenciado, habiendo sido representada ‑paradójicamente‑, en pantalla, cualquier historia ‑personal o familiar‑ vivida por algunos de los presentes…

Mientras Antonio del Castillo Vico presentaba, en el Auditorio del Hospital de Santiago, su libro Jubilados jubilosos. Mi entrañable despedida (1986-2009), llegó la última noche cinéfila del año 2012, previa a la de los Santos Inocentes, con una gran película, realmente impactante y ejemplar: Balarrasa, 1951, donde el propio protagonista principal (Fernando Fernán Gómez) nos cuenta, retrospectivamente, su historia como misionero español que se encuentra en Alaska. Este guión y su realización cinematográfica atesoran un cúmulo de enseñanzas y valores ‑tan necesarios en la sociedad actual‑ en la que el director nos nuestra cómo puede surgir una auténtica vocación religiosa en una persona alocada y carente de valores religiosos.

Andrés nos puso la miel en los labios con sus someras pero interesantes explicaciones cinematográficas, inoculándonos ‑una vez más‑ esa adición positiva al cine clásico…

Nos muestra claramente un mensaje religioso: darse a los demás para, cuando llegue la hora de la muerte, tener las manos llenas y poder ofrecérselas al Sumo Hacedor, consiguiendo así llegar a la otra vida cargado de buenas acciones…

El capitán Balarrasa vive en propia carne cómo el Señor ‑de la mano del destino‑ le ha salvado de una muerte segura y lo quiere para Él, de manera que cambia radicalmente su vida crápula, altanera y plena de ideales mezquinos. Para ello, primero intenta resolver el problema de su familia íntima que, tras la muerte de su madre, ha tomado un cariz muy feo. En una interpretación de la época, Fernando Fernán Gómez y un elenco de jóvenes actores que, en el transcurrir del tiempo hemos visto desfilar por la pequeña y gran pantalla, haciéndonos más amable la vida cotidiana, nos hacen una disección social de aquella época de la dictadura franquista…

Una vez acabada la proyección ‑dependiendo de cada cinéfilo…‑, múltiples sensaciones afloraron en sus mentes, que se podrían resumir entre estos dos extremos: apreciar la sensación de ese miedo que nos metieron de pequeños en el cuerpo (que, si moríamos en pecado mortal, íbamos directamente al infierno); o, por el contrario, servir de revulsivo antirreligioso con toda la parafernalia que ello conlleva…

La historia puede calarnos profundamente o quedarse con el barniz de sensiblera… Aunque en definitiva, conforme vamos envejeciendo, la vida se va viendo de otra manera distinta a como se apreciaba en etapas anteriores…

Este filme es fiel reflejo de la época que describe, tanto en sus personajes como en sus planos y ambientes; ver el seminario diocesano de Salamanca nos retrotrae a la época en que tantísima gente pasó por el seminario y luego, muchos de ellos, abandonaron los hábitos talares ‑antes o después de haberlos tomado‑…

Úbeda, 15 de enero de 2013.

fernandosanchezresa@hotmail.com

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