Historia de una desolación

Ahora que andan con preparativos de obra sobre mi historiado recinto, quiero expresar aquí, en este momento, la larga ‑y a la vez corta‑ historia acaecida desde mi más tierna infancia hasta la vejez remozada en la que me encuentro; pues, según he oído decir, quieren hacer de mí un hotel moderno de los que tanto prodigan ahora, en esta noble y leal ciudad que me vio nacer a finales del siglo XVI.

¡Qué tiempos aquellos…! La familia de los Cueva: don Lope de la Cueva Chirino de Narváez, regidor y alcalde principal de la ciudad, con su esposa doña Inés María de la Cueva, hicieron todo lo posible para que yo fuese una realidad bien tangible. Mis constructores y padres no escatimaron en ponerme todo lo más guapo posible, acorde con su alcurnia y abolengo. Gozaba de espacios, salones amplios, patios ajardinados y, además, de la compañía de mi amada iglesia de San Pedro, que me servía de sombra fértil, de venero religioso con que alimentar mis muchos días y noches en que vi discurrir el devenir de esta ciudad que tanto amo. El tañido de las campanas siempre me acompañó en los momentos más alegres y tristes de mi existencia. Tenía tanto espacio… que me sentía hijo único y heredero universal de mis primeros amos, que me dieron luz y vida a tres arterias de esta ciudad renacentista. Sin duda fue la calle Real la que mejores ratos me proporcionó… Todavía incluso hoy, a pesar de la muerte lenta que padece, siento vibrar en mí todas las estaciones y todas las festividades de esta gran urbe, que sigue pujante a la hora de celebrar lo más destacado de cada año. ¡Qué Navidades y Semanas Santas más gozosas y ejemplarizantes…!

También padecía mis neuras ensimismándome en mis interiores palaciegos, saliendo de ellas, viendo y disfrutando cómo sus habitantes se me albergaban de manera tan ilusionada. Fui cambiando de manos y cada familia realenga o adinerada, que me poseía, quería marcar sus desvelos y sus gustos en mí. Así, en el siglo XVII me ornaron con esta torre tan barroca que, al decir de aquellas gentes, y otras que vinieron después, estaba un tanto trasnochada, pues el manierismo que me infundieron ya no se estilaba en estas latitudes; pero mis nuevos herederos quisieron remarcar su realengo con esta muestra en piedra que, aún criticada por algunos, siempre ‑incluso hoy en día‑ ha sido, y es, una de las postales más espléndidas que elige cualquier turista o pasajero para admirar y recordarme…

Luego llegaron tiempos de decadencia, en los que añoraba aquellos días en que mis salones eran el orgullo, por las fiestas de alto postín que se celebraran. Pero hube de adaptarme a todo ‑al igual que cualquier ser humano‑ y, cuando pasaron los claros años, arribaron los de negra memoria y aguanté cual Dios me dio a entender; no sin guardar gratos, y a veces amargos, recuerdos de aquellos maravillosos años de grandeza. Fui testigo ‑inmóvil‑ de los acontecimientos políticos y religiosos más señeros de esta ciudad que, tanto en lo externo como en lo interno, en la forma y en el fondo, iba cambiando paulatinamente; muchas veces menospreciándome, como a otros monumentos insignes de esta ciudad, castigándome al olvido y a la incuria; por lo que me fui deteriorando progresivamente, con harto dolor en mis seculares piedras…

Mas hete aquí que llegaron unas dulces y providenciales monjitas, ayudadas muy de cerca por ubetenses “cérrimos”, que desde tiempo inmemorial siempre los hubo; con personalidades de altas miras, que supieron ver en mí el futuro “Colegio de las Hermanas Carmelitas de la Caridad”, que llegó a ser realidad en 1907. ¡Buen comienzo de este siglo XX que me iba a dar tantas y tantas alegrías; mas luego, ya casi terminándolo, una gran pena; pero eso lo contaré más tarde…!

Aún resuenan en todos mis sentidos las cálidas y alegres voces de esas niñas ubetenses ‑tanto ricas como pobres‑ que hollaron mis pies y todos mis miembros, sintiéndome siempre halagado por ese suave gorjeo primaveral y sutil de educarse en mi seno; con esa gracia y ese salero que tan bien sabían imprimirles mis alegres y dulces Hermanitas. Fui testigo mudo, a su vez, de todos los momentos difíciles por los que pasaron unas y otras; pues, si el aprendizaje siempre es ‑y será‑ duro pero gratificante, si hay una mano dulce que sabe guiarlo, también en las monjitas, dentro de su entrega total y fiel a Cristo, alguna vez palpé desencanto y llantos, melancolía y tristeza, que se trocaron en alegres liturgias cristianas, pues su entrega siempre fue total y desinteresada. Sé que estoy en las mentes de muchas monjitas, que pasaron por aquí como su primer destino, y de otras muchas niñas ‑en el último momento hasta niños‑; hoy, ya más que mujeres y abuelas, que desarrollaron su vida académica y escolar en éste, mi particular recinto, llenándome de inocentes voces y sentidas alegrías y gozos…

Por eso experimenté suma tristeza cuando, en junio de 1988, dijeron de dejarme vacío en la soledad más desamparada, para que sólo viviese de los recuerdos y de las añoranzas de antaño, pensando ‑con desasosiego‑ cuál sería mi incierto futuro: si tendría que cambiar este silencio atroz, que me sobrevino ‑tras la marcha de las dulces colegialas uniformadas‑, por este posible recinto hotelero, donde vuelva a sentir ‑como antaño‑ la imprescindible compañía humana que viene a descansar conmigo; a contarme, en silencio o en voz alta, sus cuitas y anhelos, trayéndomelos a esta recatada Úbeda de mis entrañas.

Aún me he sentido peor, cuando noto que vuelven a obrarme ‑¡miedo tengo de cómo me dejarán…!‑, pues sé y temo, por otras casas solariegas y por añejos palacios con los que comparto tertulia, que hagan de mí un “mamotreto” como los que se suelen gastar últimamente en esta ciudad, en aras de una mal concebida arquitectura ultra contemporánea, que basa su avance en maquillar lo que nuestras centenarias y trabajadas piedras poseían de belleza y por ser testigos de siglos pasados. Espero que no me conviertan en un anodino “bloque de pisos” con marchamo de balconadas blasonadas a la Torre de Guadiana…

Me he entristecido mucho ante la muerte de aquel trabajador que calló de la cornisa y perdió la vida… Dios lo tenga en su santa gloria.

Mas quisiera que mi alma no fuese humillada y se respetase en mí lo bueno y principal que tengo: ser testigo mudo de tantas generaciones y tantos encuentros; pues mi sabiduría, a quien sepa encontrarla, le hará mucho bien. Lanzo un recuerdo emocionado a todas las personas que por mí pasaron y, en especial, en esta última parte de mi vida, en que mi contento se hizo mayor al ser recinto privilegiado de ese semillero de alumnas, monjitas y maestras… Espero y deseo que sepan tenerme en cuenta y que yo sea el primero en quedar prendado por la mejora final que hagan a mi añoso y pétreo cuerpo…

He estado mucho tiempo ‑llevo más de veinte años‑ en que sólo las palomas y ciertas alimañas han sido las que han buscado cobijo en mi seno. Quiero creer que mi futuro destino será cierto y que no me harán pedazos ni me obligarán a pensar ‑o decir a los cuatro vientos‑ que esta Úbeda que hoy en día tenemos no merecería ser Patrimonio de la Humanidad, porque anda cambiando continuamente su fisonomía, su entorno natural y su elenco patrimonial por vil moneda vergonzante; que sólo piensa en el dinero y en el futuro incierto, sin tener en cuenta el glorioso pasado del que provenimos todos; entre los que me encuentro…

Úbeda, 6 de diciembre de 2012.

fernandosanchezresa@hotmail.com

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