Me encuentro, cuando descorren las cortinas de mi camilla, con una mesa de operaciones, un médico y varios ayudantes. Me ayudan a levantarme y recostarme en la mesa de operaciones, pero mi debilidad es tal, por la sangre perdida, que no puedo sostenerme y caigo sobre ella. Al fin descubren la herida principal… Sin hablar, médico y ayudantes, me pinchan. Ante mi pregunta, me aclaran que están dando unos puntos. Luego continúan curándome las otras heridas hasta que llegan a la de la espalda, que es la que más temo, pero parece no ser de importancia porque he tenido suerte: se ha producido sobre un hueso de la columna vertebral. ¡Si se varía unos centímetros me hubiese atravesado de parte a parte…! Dios no quiso que todavía hubiese llegado mi hora, pues nuevas angustias y penas llegarían para enriquecer mi calvario.
Una vez curado, me despojan de toda mi vestimenta, que está empapada en sangre, y me recuesto, envuelto en una manta, en una cama de una habitación cercana.
Estando aliviado de los dolores y descansando -mientras repaso, en mi imaginación, las atrocidades de aquella mañana- oigo, en la sala de operaciones, voces destempladas y pasos apresurados que me hacen adivinar lo que ocurre… Es el padre prior del convento, bien acompañado y conducido por dos hermanos legos, que llega con la cara ensangrentada y los vestidos rotos. Si los feroces tigres habían hecho esto, ¿qué serían capaces de hacer con los ancianos y los débiles…? Los novicios y los más jóvenes estarían en serio peligro.
Una vez curado, el padre prior y los dos hermanos, entran en mi habitación. Siento mucha alegría y consuelo al verle, cuando había pensado que ya no nos veríamos más en esta vida; por lo que me acordé de las palabras de San Pablo: «Quien consuela a los humildes, nos consoló con la venida…». Estuvimos todo el rato conversando sobre lo ocurrido y, mediante los hermanos, indagamos la suerte de todos, principalmente de los novicios. ¿Cómo se sostendrían esas navecillas ante tan brava tormenta? Sabíamos de alguno que la había afrontado con serenidad y entereza. Confiamos en que nuestro Señor, con su bondad y misericordia, nos sacaría bien a todos de aquella prueba. ¡Que sea por siempre bendito!
Úbeda, 14 de noviembre de 2012.