Ardor guerrero, 08

Muchos serían los ejemplos que podría añadir para abogar en defensa de esta estrategia general según la cual la anécdota más convencional y anodina abandona su condición tópica para integrarse plenamente en esa clara y saludable intención moral con que Muñoz Molina ha dotado a su autobiografía. Él mismo lo confirmó en la ya citada entrevista que le hizo J. Cruz, diciendo:

«El ejército y las circunstancias que rodean la mili te hacen aprender que ser bueno, ser decente, ser digno, ser civilizado, es un trabajo diario. La mili enseña la fragilidad y la importancia de los valores».

Acudiendo a la eficacia semántica de esa estrategia, que en narrativa se llama anticipación o prolepsis, Muñoz Molina utiliza otro elemento al que ya he aludido antes; me refiero a esos sueños en forma de pesadilla que hacen de Ardor guerrero una especie de crónica de una desgracia anunciada. Se me podría argüir que, desde una perspectiva histórica, todo relato autobiográfico no es más que la adición de una serie de anticipaciones formuladas a posteriori. Es cierto. Pero también lo es que ese discontinuo encadenamiento temporal es el orden que propone el discurso narrativo. Por lo tanto, la función de esos sueños-pesadilla ‑que invaden casi todo el cap. I y que se prolongan en el II‑ no es sino la anticipación concentrada de lo que será la realidad pretérita de la mili:

«En los sueños todo se vuelve simultáneo, pero tal vez en eso, que nos sorprende tanto, es en lo que los sueños se parecen a la realidad» […] «En el sueño, repetido metódicamente a lo largo de años, yo era un soldado asustadizo y vulnerable, retrocedido a los terrores de la infancia y de la primera adolescencia, dócil a la brutalidad, a la disciplina, a la soberbia de otros» […]. «Y lo peor de esa parte del sueño era que casi todas sus exageraciones oníricas se correspondían exactamente con los hechos más crueles de la realidad». (Cap. I, págs. 12-13).

De la misma manera, en el capítulo II leemos que en el soñar o imaginar de la infancia ya se presiente «que la mili iba a parecerse a aquella angustia, a aquella tristeza ilimitada y monótona de la cobardía infantil, a la vulnerabilidad de no atreverme a salir a la calle por miedo a que los más grandes me pegaran, a la conciencia humillada de no ser fuerte ni temerario ni ágil» y que «[…] ya entre los niños del vecindario habría podido señalar a los que disfrutarían de la mili y a clasificarnos a cada uno de nosotros en los modelos que tantos años después habíamos de encontrar: el chulo, el chivato, el asustado, el silencioso, el leal, el lacayo, el entusiasta de la violencia practicada por otros, el que lamerá el polvo ante los vencedores y hará escarnio de las víctimas».

¿Cómo no ver en cada una de esas categorías una anticipación de los personajes que más tarde han de participar en el recuerdo de la mili del autor? ¿Cómo no reconocer, por ejemplo, en el kafkiano Chusqui, en el sinuoso Ceruelo o en el bocazas La Cruz, los modelos del “chivato” o del “lacayo de la milicia”? ¿Cómo no identificar, en los sargentos Valdés y Martelo, a dos “chulos” fascistas, entusiastas de la violencia practicada hasta límites estremecedores, no sólo en el recinto del cuartel, sino también cuando, vestidos de paisano, salían de noche a «reventar abertzales» por los oscuros campos de Guipúzcoa? ¿Cómo no evocar en Agustín, en Peláez, en el gordo Cáceres, en Guipúzcoa‑22, en Martínez, etc., etc., las diversas representaciones de «la bondad asustadiza y humillada»? ¿Cómo no ver, finalmente, en el “silencioso” gallego Pepe Rifón, a ese amigo del narrador que habría de morir poco después de la mili y a cuyo melancólico homenaje se refiere, sin duda, la frase con que termina Ardor guerrero: «La ventaja de la ficción es que no tolera finales tan innobles»?

Fue un acierto más ‑o, al menos, así lo entiendo‑ que Muñoz Molina despojara de sus verdaderos nombres a los personajes de su narración, porque así les otorgó la capacidad de trascender su dimensión individual, ‘histórica’, permitiendo así que Ardor guerrero pueda ser interpretado como una metáfora de la vida.

De lo dicho, se colige que en esta obra tienen también cabida afectos y sentimientos como la amistad, la comprensión, el humor, la tristeza, etc. Pero todo ello apreciado desde el presente del yo narrador mediante una perspectiva agridulce, entre irónica e irrisoria; un enfoque que se manifiesta ya en el mismo título de la obra: ‘Ardor guerrero’ no es sino una feroz ironía, porque a este enunciado radicalmente duro ‑o percibido como tal‑ va a corresponder un contenido a menudo desmitificador de ese emblemático sintagma tomado del himno de infantería. Por eso, como dice Jon Juaristi (1), si es cierto que hay ironía allá donde se aplica una energía desmesurada a la consecución de un objeto deleznable, irónica es la descripción que hace Muñoz Molina en el cap. IV de ese tren que «como un convoy jurásico crujía tan hondamente como debe de crujir el mundo con las sacudidas de la deriva continental […], que silbaba como los trenes blindados de la guerra y empezaba a oírse el ritmo poderoso de sus articulaciones metálicas […]. El tren era como una pensión franquista y el viaje parecía que iba a durar como una vida entera»; en el tren viajaban cientos y cientos de reclutas para servir a la patria «con una indignidad como de civiles en tiempo de guerra, de prisioneros o deportados. […] Estábamos cruzando España entera, o por lo menos la España insoportable del 98, el país estepario que tanto le gustaba a aquellos individuos, que lo recorrerían sudando bajo trajes negros con los hombros nevados de caspa, la España de Don Quijote y la del Cid y la de Azorín y Unamuno». Hay también ironía, no desprovista de humor agrio, en la visión casi esperpéntica de esos enormes almacenes de la mili en los que, para alimento de los reclutas, cada mañana acogen «Aludes de bollos, […] cordilleras de sacos de patatas, de judías y lentejas, torreones y muros de latas de piña, de leche condensada y de melocotón en almíbar, avenidas de cuartos traseros de vacas argentinas y montañas de cajas de cartón que resultaban contener millares de conejos, sacrificados y congelados en la República Popular China veinte años atrás».

Como hay ironía, no desprovista de humor esperpéntico, en la descripción de la cocina como «estómago insaciable, intestino muladar del Regimiento», que cada mañana «tenía una trepidación de fábrica y una oscuridad de fragua de Vulcano; […] era un reino de fogones de gas y de marmitas inmensas de pochasco caliente y espeso como lava». En una de ellas se bañará, para guasa y regocijo de los veteranos, un recluta ‘conejo’ llamado el “Monstruo de las Galletas” (Cap. XVIII). Hay ironía, sin duda ‑y amarga‑, en el testimonio de ese ritual llamado la Jura de Bandera, durante la cual, «algunos padres y familiares particularmente patrióticos adelantaban el cuerpo sobre las tribunas y aplaudían como en un palco taurino», mientras «La vehemencia roja y amarilla de las banderas y de las arengas tenía un sabor hiriente de fiesta nacional, de un rojo y un amarillo excesivo, como un guiso con demasiado pimentón y demasiado colorante. Era la retórica del africanismo, la retórica corrupta, incompetente, chulesca y beoda del ejército de África en los años 20; era la brutalidad exhibicionista, de la legión inventada por Millán Astray, con su mezcla de mutilaciones heroicas y de sífilis; y, al mismo tiempo, la brutalidad fría, casta y católica, de la legión mandada por Franco: la misma capacidad de odio combinada con un lirismo polvoriento y tardío de teatro romántico y una catolicidad intransigente, gallinácea, de mesa camilla y santo rosario» (p. 16).

Y hay, finalmente, ironía, en la visión lamentable y estremecedora que Muñoz Molina nos relata de esa mili de finales de los años 70 donde ‑como dice Juaristi en la citada entrevista‑ «300 000 españoles recién convertidos en ciudadanos con derecho a voto perdieron miserablemente un año largo de sus vidas en tareas de Sísifo, en guardias, marchas y contramarchas, carruseles y grotescas clases teóricas, donde se les obligaba a aprender una Geografía y una Historia que apestaba a burricie franquista, bajo la vigilancia de sádicos instructores y chusqueros frustrados».

(1) Jon Juaristi: El País, “Babelia”, abril de 1995.

antonio.larapozuelo@unil.ch

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