Mi mente debe ser bastante obtusa para llegar a comprender, siquiera de modo básico y sucinto, la razón de la situación actual y el porqué se sigue repitiendo como un mantra muy atractivo y absoluto aquello de que «todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades»… Que se emite junto a la necesidad imperiosa de «austeridad». Así, en seco y sin anestesia, se viene dando cuerpo legal (?) a lo anterior, justificando lo segundo con lo primero. Y tan pimpantes los que eso dicen, deciden y aplican, que a ellos (que sí, que nos comprenden a los demás) no les alcanza la marea negra; máxime, porque ya han procurado que eso no les ocurra. Y la espectacular fuga de capitales lo corrobora.
Sin embargo, mi comprensión de las cosas, mi burdo análisis del pasado, me reflejan distinta óptica e interpretación.
Veamos pues. Los empresarios, constituidos en casta oligárquica jerarquizada y muy influyente, siempre presionaron a los distintos gobiernos para que el marco de la relación laboral fuese cambiando y decantándose cada vez más a su favor. Unos gobiernos les hacían más y otros menos caso; mas, lo cierto es que todos se iban plegando a las exigencias empresariales. Una máxima muy repetida era que había que flexibilizar el mercado de trabajo, en cuantos más aspectos mejor. Esa flexibilización tan ansiada y ahora conseguida implica que la estabilidad del trabajador en su empleo se vea bastante perjudicada, siendo precaria ya en muchos casos (y no tan precaria, sino absolutamente nula, en cinco millones de trabajadores). Con esa perspectiva es innegable que el personal laboral ve también cómo la estancia indefinida en un lugar físico donde vivir ya va siendo cosa del pasado. Precisamente se luchaba, desde el empresariado, por la facilidad para trasladar a sus trabajadores cuando considerase necesario. Hoy aquí, pero dentro de unos meses, de unos años, puede que tengas que marcharte allá (si no quieres perder el empleo).
Esto ya es así y va a más.
Ahora, ¿el empresariado no sabía…, el gobierno de turno no sabía que esa movilidad laboral era incompatible con la propiedad inmobiliaria? ¿No sabían quienes alentaban las construcciones, las ventas y compras masivas de viviendas que, en muchos de los casos, eso no cuadraba con el interés declarado de flexibilizar los contratos y la movilidad de la mano de obra…? ¿Era realista pensar que, el trabajador que comprase una vivienda, luego aceptaría ser trasladado a otra ciudad o región y pudiese aguantar el incremento de la deuda por los gastos ocasionados con la que compró? ¿O, que así, por las buenas, se resigne a perder su dinero al tener que mal vender lo adquirido? (Porque es indudable que había dos causas, al menos, que harían bajar los precios: la imposibilidad de pagar las deudas contraídas y la sobrevaloración artificial ocasionada por la especulación inmobiliaria).
Así que se le viene exigiendo al trabajador que acepte lo que se le ofrece, sea donde sea; y, a la par, que cumpla con las obligaciones de la deuda contraída. Y, todo ello, con la constancia de que quienes asistían a tal carrera de compras y ventas de viviendas sabían, o debieron saber, que era una huida hacia el frente, sin escapatoria posible.
¿Podremos pues aducir y seguir justificando el estado actual de las cosas con echar balones fuera, porque “todos habíamos despilfarrado o habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades”? (Y, claro, habría que preguntarse si esos aeropuertos desiertos, o esas carreteras de la nada las decidieron las gentes o unos cuantos políticos). ¿Eso era así o todo fue un engaño descarado, un fraude masivo?
Hace muchos años, antes de que se iniciase lo de la “burbuja inmobiliaria”, un personaje aparecido por mi pueblo (no sé con qué tipo de negocios) me hizo esta observación:
—Antes de que pasen diez años, todos los españoles seremos millonarios.
—¿Por qué? —le contesté incrédulamente—.
—Pues, porque todos habremos accedido a ser propietarios de nuestras viviendas, que valdrán como es lógico varios millones (de pesetas).
Aquello me dejó perplejo, pero lo maceré y llegué al convencimiento de que podría ser así, si se diera la oportunidad. Esa oportunidad se dio con el boom inmobiliario y, tal que me dijo el sujeto visionario, llegó la oportunidad de que hasta el más mindundi accediese a la propiedad de una vivienda (enganchado, eso sí, a una hipoteca infame). Se había cumplido el sueño. Todos millonarios sobre el papel. España, la octava potencia económica del mundo mundial, pero ¿a qué precio real? Al que ahora se ve.
No me dijo nunca el profeta que las relaciones laborales cambiarían y que se llegaría a la brutal realidad de que tanto millonario virtual se convirtiese, por mor de la política empresarial y económica, en un pobre real. Pero, claro, esas profecías no les interesaban difundirlas a los que mantienen en su poder la facultad de publicarlas.