Yo también te busqué ‑recuerdo ahora‑ una noche de invierno, lentamente, armilla en el hatillo de mis versos, descifrando los últimos misterios y los restos de un naufragio ido, ahora cuando escribo mi última balada.
Y te abracé suave, como a una sirena derramada en la luz amanecida, y nada supe de tus lugares íntimos, tan sólo el breve aletear del labio en el seno leve del instante último.
Después nos amamos bajo las cerezas rojas, tu cuerpo cantaba trabándose en el mío, como un lento reloj, las horas nos ardían y al alba, desnudados, los sueños nos vinieron como lagartos húmedos de nieve.
La noche te alejaba hundida en la almohada, donde la risa iba ganando la partida, y te escondí en la tierra en donde aún te vivo, olvidarte imposible, aquí quedan escritas estas prosas de amor, las treinta rosas que te hicieron urgente para mí, y cuando ya no pueda descubrirte de nuevo, despídeme del beso que nos hizo dichosos tanto tiempo.
Nos quedan 30 prosas de amor incomparables, tejidas por nosotros, tembladas, renacidas, que nos lloran, nos salvan, nos describen esa gran aventura.
Ya dejo estos poemas con mi silencio a cuestas, confieso que he vivido este tiempo de tu tiempo generoso, refugiado en tus huellas imborrables, me quedará tu nombre, memoria amurallada en el rincón de los poetas muertos.
¿Amaneciste para vivir conmigo en el poema?