12-09-2012.
En verdad que esto del mar siempre nos vino algo grande a los de tierra adentro. Especialmente cuando ya sólo ver el mar podía ser toda una aventura.
Muchos de nuestros mayores no vieron nunca el mar, o lo vieron ahora, a sus años, porque el gobierno había puesto a su disposición un servicio social que les permitía acceder a ese sueño, por una nadería de cuota. Claro, eso lo hicieron otros gobiernos, que dilapidaron el dinero en esas tontunadas sin valor añadido ni ganancia. Creo que el actual va por el camino de no gastarse un ochavo en estos menesteres.
Y debe ser porque, pienso yo, que el gobierno actual ha constatado que ya quedan escasas personas (si no ninguna) que no hayan visto el mar y, claro, esa labor humanitaria ya no tiene sentido. Y cierto es que ya el mar lo hemos visto bastantes de los de tierra adentro; que los que viven en las costas lo tienen más que visto y sentido.
Ver el mar, ¡qué experiencia! Imposible para nuestras capacidades comprenderlo, porque inabarcable era, inabarcable e incalculable esa cantidad de agua, moviéndose, jugando a tragarnos, abrumándonos con sus bramidos o sus suaves llamadas. Creo que, en estos momentos de la primera vez (como suele ocurrir con todas las primeras veces), nos acordamos de lo remoto, de lo sentido sin entenderlo, de lo que vivimos en el seno materno. Agua, sonido y movimiento rítmico. Hay unos cacharritos que se les ponen a los bebés en su cabecera para que sientan una copia sonora de la bolsa amniótica; para relajarlos. Así actuaba el mar en nosotros, los de tierra adentro, una vez llegados a su orilla.
Las playas no tenían bandera azul ni bandera alguna, ni vigilantes de la playa, a no ser la pareja de guardias civiles encapotados y nocturnos que prohibían encender cualquier luz en la misma. Había, por el contrario, manchas de alquitrán, insistentes y pegajosas, luego duras de quitar si no era despellejándose vivas las zonas afectadas (que eran muchas); había coquinas que se podían recoger sin problemas y en cierta cantidad; había algún chiringuito de cañizo o lonas en donde se comía lo que el pescador había traído en su salida nocturna.
Es cierto que empezaron a haber “suecas”; y entiéndase por suecas cualquier extranjera de buen ver y mejor tomar, que no le hiciese ascos a tres cosas básicas (y que creemos, todavía, perdurables): el sol, el vino y los machos hispanos.
Además del mar, otra cosa que no comprendíamos ‑o lo hacíamos tarde‑ era que también había sol. Bien tarde, porque eso de la protección ni se nos pasaba por la cabeza; que el sol del interior no la necesitaba. Y es que, en el interior, apenas si nos desnudábamos bajo el sol, o pocas zonas, y acá en la playa éramos de desnudo casi total y mucho tiempo expuestos a la acción solar. Cuando queríamos darnos cuenta, nuestros cuerpos, blanquísimos, se tornaban rojos y erupcionados de llagas purulentas y atrozmente dolorosas. Aceite y vinagre, nos recomendaban y untaban como remedio. Insolaciones; eso eran insolaciones como las copas de los pinos. Cuando nos reponíamos de aquello, con nuestro cuerpo marcado de zonas en diversa tonalidad (nada de ese bronceado perfecto y uniforme que ahora logramos), se acababa el periodo de estancia marina.
Mar que quedaba lejos y llegar se tornaba en largas horas de viaje, trasbordos, paradas e incomodidades, fuese donde fuese. Cansancio y calor, horas de sueño perdidas o mal empleadas, que se besaban cuando la meta estaba ya al alcance. La cosa de hoteles de tres, cuatro, cinco estrellas, con spas y yakuzis, piscinas (¡para qué piscina si estamos en la playa!) y demás servicios, que ahora nos parecen básicos o imprescindibles para una buena estancia, era ni siquiera pensada, pues se ignoraba su existencia. Pensiones, hostales a lo más, pisos francos o casitas costeras, si no se tenían parientes en la zona elegida, eran los refugios utilizados. Los más avanzados hasta se lanzaban a la acampada, y eran en general los que ya habían pisado suelos patrios más desarrollados que los nuestros. Gentes más modernas, vaya.
Mallorca era el mito. Antes todavía que Ibiza. Luego estaban las Canarias, meta de toda pareja de novios que dispusiese de posibles (o los invitados a la boda hubiesen sido generosos). El valor añadido de estos dos destinos era el uso del avión, primer bautismo aéreo. Luego se promocionaba Playa de Aro como destino de enamorados (había hasta un eslogan y un concurso radiofónico al respecto). La Costa Brava era cosa de los franceses y la del Sol empezaba a calentar arrugas de la carcunda franquista y “gentes de bien”.
El mar. Los mares. La mar, que dicen por la costa quienes de ella viven. Un lujo ya al alcance de todos… Hasta hoy día.