Durante mucho tiempo arrastró como un apestado aquellas costras purulentas que nunca se secaban y los tolondrones que no reducían sus cumbres. Por eso, también llevó la cabeza tan rapada que parecía un tiñoso. Anduvo por Avisadores, Nacorí Chico, Huachinoa, Mesa, Tres Ríos, se alargó hasta Opodepe. Trapicheaba, robaba, mendigaba y, luego, huía. Había momentos, sobre todo durante las noches, en que parecía oscurecerse el mundo por completo, incluso la conciencia. El cielo se transformaba en un manto negro, sin una sola estrella, y la tierra era como un inmenso monstruo oscuro de respiración abrumada.
Podía oírse el alma del mundo, tan profunda. Era el momento en que aparecía la verdad de los sueños, esa terrible verdad enmascarada de inocencia, de descuido. En los sueños la vida real e irreal no tienen delimitadas sus fronteras: aquí una mesa, ahí una silla; acá una rosa, allá una espada; de este lado la sonrisa, de aquel el llanto; esto es un cuchillo y aquello es un hombre con una herida en el corazón. No, no; en los sueños, en la soledad inquietante de la noche oscura, al relente, con los sonidos del mundo apaciguados pero latentes, ni el amor es amor, ni la muerte, muerte, ni el cuerpo es cuerpo. Nada pertenece al soñador: todo es propiedad de lo soñado.
Desde la primera noche fuera del orfanato comprendió que ya era otro: un ser libre pero insuficiente.
Doña Purita Montehondo era una viuda aún joven. No tenía hijos. Su marido murió de un soplo en el corazón, eso le dijo el médico que llegó ya tarde, medio descabalgado y borracho desde Tocoripa. Pero doña Purita sabía muy bien que se le murió de gusto entre sus piernas y que tuvo que levantar su cuerpo, lavarle sus partes, adecentarlo, vestirlo, sentarlo en la mecedora y colocarle un cafecito sobre el mimbre del velador. El velorio fue corto, porque ya el difunto empezaba a apestar; y muy llorado, porque doña Purita se alargó bien con las lloronas que vinieron de varios lugares. Fue generosa en aguardiente y pan de muerto, y se mantuvo pungida ante los pésames. Don Arquíloco, el maestro y antiguo rondador de doña Purita, se acercó muy de veras y le susurró:
A un panal de rica miel,
dos mil moscas acudieron
que, por golosas, murieron
presas de patas en él.
Otra, dentro de un pastel,
enterró su golosina.
Así, si bien se examina,
los humanos corazones
perecen en las prisiones
del vicio que los domina.
Y en el mismo susurro encontrado, sabiendo la intención de su antiguo rondador, le respondió con sorna doña Purita: «Ancha es Castilla, maestro». La iglesia se llenó de flores, gregoriano y candelarias, y el entierro acabó muy cumplimentado. Desde el día siguiente al del entierro, doña Purita Montehondo empezó a amasar y hornear y a despachar el pan. Por eso, cuando aquel día de otoño vio pasar varias veces por delante de su tahona a aquel muchacho encanijado, con aire de animalejo asustado, sus entrañas se desvelaron de pronto. Lo llamó:
—Ya, ¿tú cómo te llamas? —le preguntó doña Purita con voz cálida y rubia, y mirándolo de frente con sus ojos vivos, penetrantes, ávidos y voraces—.
—¿Y quién tú quiere saberlo? —respondió Patrocinio Juárez, con tal descaro que agradó a la viuda panadera—.
—¿Nomás tienes hambre? —lo tentó por el estómago, por donde los hombres claudican—.
El olor del pan salía de la tahona tan cálido y apetecible que el muchacho no resistió la tentación.
Dos años sirvió con largura a doña Purita. Con ella conoció el otro placer de la carne, cuando solo tenía doce años. Y ella agradeció los sorbetones de pecho en los que Patrocinio era un ansioso entendido. Pero la cabeza del muchacho era andariega: estaba en los caminos. Se cansó de amasar y hornear roscas, teleras, bobas, trenzas o pan de muerto; se hastió de sorber los mismos pechos, que en nada se parecían a los de sor Amapola, y de las continuas apetencias carnales de doña Purita. Y una madrugada, mientras la ferviente viuda panadera descansaba después de la batalla y él tenía que cuidar del horno, salió por la trasera al campo libre.