La muerte andaba con gran libertad por el orfanato, entre niños que daban pujidos, asustados; entre ricos herederos de la tristeza, maleducados en la abundancia de la miseria. La muerte era un familiar incómodo, pero pensionado. Iba de un catre a otro, de un silencio a otro, de un miedo a otro. Escogía a los huérfanos según su capricho: por la desmesurada negrura de sus ojos, por la delgadez de sus huesos, por sus lágrimas cansinas, por las toses irritadas, por los agujeros que el hambre había abierto en sus estómagos, por la hinchazón de sus barrigas o por el perfume agriado de la flor de sus corazones.
Cuando la muerte llegaba de visita al orfanato, permanecía un tiempo. Señalaba con su dedo y luego, al rato, el jergón quedaba vacío. El calor del huérfano difunto se evaporaba en pocas horas. Pronto su jergón sería ocupado por otro hospiciano con los ojos tan abiertos y negros como las noches sin luna.
Sor Agrónoma sembraba sobre las lomillas de las tumbas de los huérfanos difuntos. Sobre aquel humus crecían las matas de papas, vainas, chiles, jijomates o cebollas. Se decía que una vez encontró dentro de una vaina cuatro frijoles grandes como ágatas: eran los ojos de Pascualito y Mirabella. Aquellos ojos los guardó sor Agrónoma en la cocina, en un tarro de vidrio, junto al de cilantro seco y el romero. Los ojos de los niños permanecieron incorruptos.
La niña Mirabella, de solo dos años, murió en el tiempo que dura un salmo. Lo mismo que llegó se fue: sin hacer ruido, sin llorar, pequeña y oscura como un tordo. Al día siguiente, murió Pascualito, un huérfano tan pequeño que no hizo falta mortaja alguna, porque cabía en la faltriquera del hábito de sor Agrónoma. Porque oyó que el niño se había muerto de hambre, Patrocinio Juárez, para que no le sucediera a él lo mismo, decidió meter la mano en la pecera que estaba al final del corredor que llevaba al dormitorio, sobre un macetero. Era una gran bola de vidrio transparente con agua verdosa y un tanto turbia en la que nadaban dos peces que nunca se encontraban: uno negro y otro rojo. Metió la mano. Sus dedos tanteaban las piedrecillas del fondo. Los peces huían con agilidad. Subían. Bajaban. Coleaban. El agua se llenaba de burbujas sucias. Se escabullían. Al fin, pudo alcanzar el pez negro y de un tiento se lo tragó. Aquella noche soñó que el pez negro resucitaba en la pecera de su estómago.
Durante un par de años, vivió Patrocinio Juárez creyendo que el pez vivía dentro de él y lo sentía nadar por los ríos de su sangre; que, al mismo tiempo que él crecía, el pez negro crecía en su interior. Hasta el día en que en el camino de Palacios, ya huido de santa Florentina, se topó con la santera Micaela Arcángel y esta lo miró. Se hizo un minuto de silencio y la vieja le dijo:
—Dios te acompañe —la saludó; pero, antes de darle la espalda, la santera le habló de nuevo—.
—Devuelve al agua lo que es del agua —y la santera le puso la mano en la cabeza—.
En aquel mismo instante, Patrocinio dio una gran arqueada, las tripas se removieron como un mar bravío y su boca arrojó un pez negro de dos palmos de grande.
Patrocinio Juárez se sintió más tranquilo y poco a poco sus tripas se fueron acomodando de nuevo.
—No tengo qué darte —le dijo en agradecimiento—.
—Ya me he cobrado.
Y Micaela Arcángel alzó del polvo del camino el pez que aún daba coletazos de agonía, lo guardó en los pliegues sucios de sus faldones y desapareció.
Patrocinio Juárez se había escapado del orfanato de santa Florentina aprovechando el revuelo que se formó el día en que encontraron a sor Amargura ahorcada en su cuarto. Desnuda. Con sus pechos secos y pellejudos colgándole hasta las rodillas. Fue una tremolina, un revuelo, un ir y venir de gente extraña, de llantos, de ocultamientos, imprecaciones a Dios, campanillas sonando por los corredores, murmullos, los huérfanos arremolinados en puños bajo el tepemezquite, asustados. Sor Agrónoma entraba en la cocina y rezaba: Confiteor Deo omnipotenti, mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa…; entraba en la capilla y rezaba: Beatae Mariae, semper Virgini, mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa… sor Platonia la acompañaba en la oración: Beato Michaeli Archangelo, beato Ioanni Baptistae, mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa… Las puertas estaban más tiempo abiertas que cerradas. Nadie lo echó de menos, pero en su cabeza seguían resonando aquellas palabras acusadoras: Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa…