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31-05-2012.

Aun cuando Patrocinio Juárez alcanzó el uso de razón y supo distinguir el bien del mal, el día de la noche, la risa y el llanto, el dolor y el bálsamo, continuó aparentando la inocencia para seguir mamando del pecho virginal de sor Amapola y dormirse alimentado por el olor a Paraíso de aquel cuerpo. Y sor Amapola también lo sabía, porque alcanzaba a mirarlo al fondo de sus ojos pequeños y profundos y le seguía el juego haciéndose la distraída, dejándose sorber el pecho, porque de ese modo ella seguía viva, joven y mujer.

Y pensaba que aquello no podía ser pecado, porque recordaba haber visto una estampa en la que la Virgen aparecía arrimando uno de sus pechos, blanco como la nata, a los labios regordetes y sonrosados del Niño, alzando su pezón de cereza entre dos dedos. Pero una noche, sor Amapola y el huérfano Patrocinio, satisfecho el uno, consolada la otra, se dilataron en el goce y se quedaron dormidos al compás del vaivén de la mecedora que la monja usaba para darle de mamar. No escucharon los pasos racheados y opacos de sor Amargura, ni el vuelo de murciélago de su hábito. Aquella escena maternal se quebró con un kirieleisón atronador que pobló de gritos los corredores y el dormitorio e hizo temblar las ramas del tepemezquite del patio, adonde dormían su sueño rojizo los totochilos. La lámpara de aceite del Santísimo, después de varios temblores, se apagó. El orfanato quedó totalmente oscurecido.

Desde aquel día, Patrocinio Juárez quedó destetado y a sor Amapola comenzó a retirársele la leche, aunque aún su hábito, durante un tiempo, se manchaba de aquel líquido tibio con dulzor de durazno. Pero el olor a Paraíso de su cuerpo fue desapareciendo y ella entendió que, cuando sor Platonia decía aquello de «Dios iluminará tu mente», era porque, en algún momento, entre sus tiznadas cejas se prendería una bujía y la llevaría así para ver en la oscuridad de los pasillos umbrosos, no sólo del orfanato sino de otros lugares desconocidos.

El corazón del chato Patrocinio empezó pronto a endurecerse y se le metió entre ceja y ceja que sor Amargura tenía podrida el alma y que esa podredumbre le salía por la boca, arrojando un mal aliento que recordaba la carne descompuesta de los muertos.

Con siete años aprendió a machacarse la pinga, como había visto hacer a algunos muchachos algo mayores que él; a robar mendrugos en la cocina; a pisotear la sementera de vainas, cuando sor Agrónoma andaba entre pucheros; a eructar tan recio que, cuando lo hacía, aunque tuviera el estómago ayuno y bailón de dos días, obligaba a retumbar a los vidrios de las ventanas; y también aprendió a huir de la mirada triste de sor Amapola, que lo buscaba implorante y que había empezado a envejecer tan deprisa, que en dos años más llegó a ser más vieja y estar más cerca de los huesos tísicos de sor Devorata y sor Adorata que la propia sor Amargura. Y a partir de entonces, su infancia fue asquerosa dentro de aquellas paredes.

Solo cuando sor Platonia ‑con su piel siempre amarillenta y el fondo de los ojos del color de la yema de huevo y sus labios tan finos y transparentes‑ intentaba meter, en la sesera de aquella parvada de huérfanos deshilachados, una canción a la Virgen, se sentía transportado. La voz melosa y blanda de la monja entonaba:

Es más pura que el sol, más hermosa
que las perlas que ocultan los mares.
Ella sola entre tantos mortales
del pecado de Adán se libró.
Salve, salve, cantad a María,
que más pura que tú, solo Dios…

Y Patrocinio Juárez no pensaba en la Virgen, sino en sor Amapola y en sus dulces pezones de cereza, en su perdido aroma de Paraíso y en su imposible leche con sabor a durazno.

Fue por entonces cuando, en la cabeza, empezaron a brotarle bubas enconadas de pus y un empedrado de granos y quistes que se reventaban. Sor Amargura dijo que aquello era obra de los chamucos que tenía dentro del cuerpo, por haber mamado de los pechos de una monja. Y que, mientras no desaparecieran los espíritus sucios de dentro de su cuerpo, no se curaría de aquel pus y aquellos granos. Y ordenó a sor Agrónoma que le aplicara friegas de azufre y lo apartara al último catre de la sala, donde dormían los muchachos de su edad. Pero el empedrado seguía en su cabeza, el pus apestaba y, endemás, agarró aquel invierno un resfrío que lo metió en tiriteras, toses y fiebres. Tanto, que tuvo un pie del lado de los ausentes y estuvo a punto de dejar libre su catre y ocupar un sitio en el rincón del huerto, en donde acababan los niños difuntos; pero la muerte no lo señaló con su dedo, aunque la vio varias veces llegar, detenerse ante él, mirarlo con sus ojos vacíos y desencajar la quijada en una mueca indescifrable. Y él le habló sin miedo:

—¿Que tú extrañas mucho, vieja?

Y la muerte continuaba su rumbo hacia las sombras. Y se oía una risotada tenebrosa en la frialdad de aquella galería.

Después de aquello, quedó largo y encañado. Sor Amapola le dijo que había dado un estirón, pero el resfrío le dejó, además de las costras y peñones en la cabeza, dos inagotables velas de mocos verdes que le bajaban hasta el reborde del labio y allí se detenían, esperando que su lengua saliera de la cueva de su boca, como un reptil, y lamiera de un sorbetón aquellos salobres y espesos reguerillos. Tan densos, que a veces se secaban y se convertían en escamas brillantes, difíciles de desprender.

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juralopez42@msn.com

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