Fueron jornadas de grandes alborotos; gente que iba y venía, que pasaba de largo o se esperaba, sorprendida; sobre todo los arrieros, de los que platican consigo mismo y con las bestias que arrean, no solo por dispendio de la saliva, sino por conservar el uso de la versación y el cuaje del pensamiento hecho palabras. Y gente que hablaba a gritos o se saludaba agitando el sombrero, con la cobija al hombro, chiflando o lanzando hipidos. A los de la cerca de puercos se les adivinaba a leguas por el olor. Los carreteros hacían restallar sus látigos, que culebreaban en el aire antes de descargar sobre el lomo de los mulos.
Las carretas levantaban una polvareda blanca a su paso. Hundían sus ruedas por el peso de la carga, la tierra se agrietaba y por las quiebras hasta se podía ver el fuego en el fondo. Hubo un momento en que llegaron tantas carretas a Río Negrón en esos días y levantaron tanto polvo, que el pueblo, el cielo, la noche y la luna desaparecieron dentro de aquella niebla blanca en la que, a veces, solo se entreveía el temblor de la llama de los ocotes prendidos. Todos esperaban que una ráfaga de viento se llevara al desierto aquella nube blanca.
Grupos de hombres, ya algo mamados desde muy temprano, cantaban desgañitados. El polvo se les acumulaba en la garganta como una tela sucia y arrugada que los hacía carraspear y escupir. Con las luminarias, la música, las rondas, las cabalgadas y los gritos no había diferencia entre los días y las noches. A veces, de pronto llegaba un silencio inesperado en plena madrugada. Pero entonces eran los perros los que recorrían las callejas y aullaban como lobos a la luna. Y, en acabando los perros, saltaban los gallos de la gallera del gringo O’Reilly.
Con la primera luz pálida del amanecer, todo Río Negrón era un puro guirigay con los estrépitos de la gallera del gringo O’Reilly y de los peleadores con sus jaulas. Se vio a más de un acaudalado con casaca de cuero flequeado, caballo de buena alzada, impecable panamá de Montecristi, dijes en el chaleco y espuelas de plata. Hasta corrió el murmurio de que el gobernador aparecería para ver las peleas de gallos y, de camino, hacer una visita privada a madame Pigalle, a la que conocía de antiguo. Pero no llegó. O no lo vieron.
Los niños que no se emplearon en el arrumbe del costo, por ser muy pequeños, jugaban a las ágatas, ajenos al bochinche.
Y así, durante los siete días y siete noches que duraron los juegos de gallos. Más de lo previsto. Por las tardes, las callejas de Río Negrón se llenaban de hombres bien tiesos y habladores, mientras las mujeres, a puñitos, platicaban en los zaguanes y los miraban al través: a los más jóvenes, por jóvenes y apuestos; a los maduros y vistosos, por elogiar su porte y porque, hombres que eran, debían guardar aún sus cosas en su cosario; y a los viejos, por burlarse de su petulancia, ignorando sus achaques y goteras.
Uno de aquellos días hubo tamaña tracatera, que hablaron de cuatro muertos por bala y de que ninguno era de Río Negrón. Nadie quiso ni supo decir sus nombres ni nascencias. Pasaron de la vida a la muerte en un santiamén. Parecía que nadie vio a ninguno de los cuatro muertos, que estuvieron poco tiempo de cuerpo presente, como si los hubiera arrebatado el polvo del desierto para convertirlos en polvo blanco y seco en aquella inmensidad vacía. También dijeron que hubo diez heridos de cuchillo o machete. Pero todo quedó tapado por el dinero que en aquellos días entró en la bolsa de muchos.
El anciano cura, don Feliciano Gustoso de Dios, convocó en el curato a las devotas mujeres congregantes escapulariadas del Santísimo Sacramento, para organizar, durante tres días con sus noches, turnos de desagravio ante el Señor expuesto, por tanto desorden moral. Mientras en las calles volaban cohetes, atronaban tambores, cantaban los rondadores o sonaban disparos, el anciano cura, de rodillas ante el sagrario, con el copón de las sagradas formas a la vista, entonaba, seguido de las destempladas voces de las congregantes:
De rodillas, Señor, ante el sagrario
que guarda cuanto queda
de amor y de unidad,
venimos con las flores de un deseo
para que nos las cambies
en frutos de verdad.
¡Gloria a Cristo Jesús!
¡Cielos y tierra bendecid al Señor…!
Al acabar el tercer día del desagravio, don Feliciano no podía enderezar su quebrado cuerpo. Tuvieron que alzarlo del reclinatorio entre cuatro mujeres, que jalaron dos a dos desde los sobacos hacia arriba. Y así, exhausto y ayuno, lo sentaron en uno de los bancos de la iglesia. Al parecer, se le había cuajado la sangre y no hubo manera de enderezar aquellos huesos viejos y hubo que encontrarle acomodo y ajuste en la hechura del cuatro en que se quedó. Y así, mientras Río Negrón celebraba las peleas de gallos, murió don Feliciano Gustoso de Dios. Como no pudieron estirarle los huesos, tuvieron las congregantes que encontrar alguien que hiciera un ataúd a su imagen y semejanza. Y así lo enterraron en un hoyo que cavaron ellas mismas, porque los hombres estaban ocupados con gallos y mademoiselles, justo delante del altar de santa Rosa, a los pies del sagrario. Bajo la mirada azul de estuco de la santa. Y lo cubrieron con una losa de piedra negra.
Aún hoy, a pesar de las pisadas, puede leerse su nombre. Cuando murió el padre Feliciano, pese a la algarabía, doblaron a muerto las campanas de la iglesia de santa Rosa durante todo un día. Un repique agónico. Fúnebre, lento y monótono. Primero la campana mayor y luego las pequeñas: grave, grave, grave; agudo, agudo, agudo… Y no hubo misa grande de tres curas, ni chica, porque no encontraron padre que la hiciera en aquellos alrededores. Por su ánima, para que no anduviera errante, ante el sagrario se prendieron lamparillas de aceite que temblaban como pétalos de rosas amarillas y daban luz igual que los cucuyos en los troncos de los árboles durante las noches.