En cueros como estaba nomás, al abrir una hoja de la ventana y sentir el frío de la madrugada, le corrió un repeluzno por los huesos, se estremeció y, al hacerlo, le dolió la cicatriz de la vieja cuchillada en el costado que casi le llegó al corazón.
—¿Qué carajo, mi amigo? ¿Qué se acontece para despertarme a estas horas? —espetó dentudo con la boca seca y pastosa que aún conservaba el regusto dulzón de las tetas de la india Libertad—.
—El chino Winston O’ Reilly, el de la gallera… —comenzó hablando Macabeo Ridruejo desde el otro lado del agujero que parecía ventana mal trazada, y ya fueron muchas palabras seguidas las que dijo—.
—Muerto. Está muerto. En medio del reñidero, con los brazos en cruz lo encontramos y las patas abiertas —continuó Natalicio Bonafé, compañero de rondín de Macabeo Ridruejo, los dos al mando del chato Patrocinio Juárez en el puesto de Río Negrón—.
—Algo atravesado, sí. Los gallos… —quiso explicar de corrido Macabeo, pero le faltaba el aire en el pecho—.
—…Los gallos le han sacado los ojos —completó Natalicio las medias palabras de su compañero—.
—¿Los gallos le han sacado los ojos? —preguntó como a sí mismo, dudando, el chato Patrocinio—.
—Si el caso llega a Chapulín de San Antonio… —insinuó Natalicio como una advertencia que no le entró bien al chato Patrocinio, que era el jefe del puesto de Río Negrón—.
—¿Y quién ha de llevar hasta allí la novedad? ¿Hay alguien que haya hecho algún llamado y le ha corrido el chisme? —reclamó el chato Patrocino sin esperar respuesta—. Si el alma ya no está pues, en el cuerpo del chino, por mucho que nos apuremos no va a regresar del otro lado, nomás que hasta el día del último juicio si lo despiertan las trompetas —sentenció el chato Patrocinio para zanjar la cuestión con suficiencia—. Y no tiene lugar que vengan los de Chapulín de San Antonio a enredar y a enterrar a un difunto. Ya lo hará quien lo haga. Aguardad un punto mientras me apaño.
Ni Macabeo ni Natalicio se habían sorprendido al verlo en cueros vivos. Conocían muy bien aquel miembro largo y colgón que nacía de un manojo de pelos negros escarapelados, porque ya lo habían visto muchas veces y en lugares distintos y en mayor o menor gloria o penuria; y aquella vieja cicatriz amoratada en el costado zurdo, y el costillar flaco.
Ya hubiera querido Natalicio Bonafé tener la mitad de lo que colgaba de las entrepiernas del chato Patrocinio y así no tener que oír a veces a su mujer canturrear en voz, baja, para que las palabras no saltaran las bardas del corralito, adonde tiende la ropa, eso de
tiene una pinga
de más de un palmo
de arriba abajo
sin empalmar
y, si se empalma,
ese vergajo
llega a tres palmos
y un poco más
y él sabe a quién se refiere, con qué intención canta y por qué. Natalicio Bonafé lleva con la paciencia de un Job la escasez de su miembro y la largura de su cornamenta. A Macabeo Ridruejo, como no tiene mujer ni la busca, no lo acucian esas preocupaciones. Bastantes quebraderos de cabeza le da el hacer que ande el viejo carro que le mandaron como una reliquia desde la comandancia de Chapulín de San Antonio, con más años y achaques que el padre Feliciano aquel, el que se murió sin misas y tiene en la iglesia sus huesos en reposo, justo bajo los ojos de santa Rosa.
Tampoco había que ser un sabio para reconocer que el cuerpo largo, oscuro y pesado, coronado por aquella cabellera, que dormía en el camastro, era el de la india Libertad Yambé Dosamantes. A aquel cuarto no llevaba el chato Patrocinio a ninguna mujer que no fuera la india. A las demás las buscaba en otros lugares.
El chato Patricio Juárez alcanzó del suelo la camisa sudada, que tenía en la sobaquera el cerco blancuzco del sudor seco, dio un ligero puntapié a la gata, porque sobre los gayumbos con culeras tenía su hinchada barriga en la que se le podían contar los cuerpos de los cachorrillos a través de su pellejo estirado. Pero la gata ronroneó sin abrir siquiera sus ojos naranja y no se movió un dedo. Patrocinio se puso los calzones sobre sus carnes cueras, se metió los faldones y enganchó la hebilla de plata del cinto de piel de tres dedos de ancho del que colgaba la funda vacía de su pistola. La buscó por el cuarto, sin encontrarla. En la calle, en el silencio de la madrugada, Macabeo gargajeaba continuamente y escupía la flema bien largo contra el polvo seco, que la engullía haciendo un borboteo de puchero hirviendo. A lo lejos, se escuchaba el ladrido de un perro. Y, por encima del ladrido, otra vez el silencio.